En aquella comarca

En dicho orden puede atestiguarse que la medicina griega era muy imaginativa. Su arsenal retórico-terapeutico desde la turgente agrafía resultó en un cambio monumental a la concepción reduccionista de la salud y la enfermedad como puramente sobrenatural o divina. Pese a Hipócrates y aquellas escuelas médicas (la de Cos, la de Cnido, por citar solo dos) surgidas a partir del s. IV aC, que cambiaron el modo de ver al enfermo y percibir las alteraciones de la salud, los griegos no se preocuparon mucho por los guarismos salubristas. No tenían mucha agua dulce, ni soñaban con tener la tecnología para convertir en agua dulce la salada que abundaba, razón que explica algunas cosas aún hoy en buena parte de los territorios helénicos y del llamado medio oriente.
Uno de los principales aportes de la medicina romana es el uso del agua potable y sus servicios como factor indispensable para tener salud. Verdad inapelable desde entonces en afirmar que la salud es agua y todo lo que este líquido significa. Cabría decir que la salud es, esencialmente, el agua que dispongas. Desde el s.VI aC en Roma proliferaron los acueductos para llevar agua a la ciudad, letrinas en las casas, sistemas de alcantarillas (cloacas) de aguas servidas vaciadas en el río Tíber, limpieza de calles y entierros en camposantos. Eran algunas de los rasgos salubristas con énfasis en la higiene pública donde incidía la medicina romana de la antigüedad, acaso influencia de la medicina etrusca.
En la preocupación de aquella sociedad por la higiene, existían en Roma unos baños públicos que le llamaban thermas. Allí se cumplían terapias de higiene con prescripción facultativa. Las thermas consistían en baños con agua tibia (tepidarium), para pasar por agua caliente (caldearium), para finalizar en el agua fría (frigidarium). El pasaje por las thermas culminaba con sesiones fisioterapéuticas de distensión muscular y untajes con aceites perfumados. Las thermas contaban, además, con piscina (al aire libre), palestra, espacios para tomar el sol y biblioteca.
También la medicina romana, como contribución a la recuperación de la salud de los ejércitos, propuso la construcción de hospitales ambulatorios para atender a los heridos en combate y reducir el tiempo de baja. Surgían los llamados valetudinarias (el término proviene del latin valetudo, que significa estado de salud), que eran sencillos recintos acarpados y móviles cerca de campos de batalla para atender emergencias con heridos en combate. Con el tiempo dejaron de ser móviles y se consolidaban en edificaciones más estables, de plantas rectangulares con patio interno y salas con baño e inodoros para evitar contagios entre los enfermos. Aquellos hospitales romanos, que se construían dentro de guarniciones militares, constituyen, desde el año 9 aC, una de las referencias más antiguas de los nosocomios ulteriores de occidente.
Paralelo a las valetudinarias la cirugía alcanzó un desarrollo significativo en el vasto imperio romano. Las legiones de infantería contaban con cirujanos adscritos, dispuestos a la atención inmediata de los soldados en caso de heridas o lesiones. Eran cirujanos prácticos, sin escuela, y escogidos de las propias tropas con entrenamiento mínimo, pero que rápidamente acumulaban experiencia, en virtud de las sucesivas refriegas romanas. Aquellos médicos cirujanos romanos son pioneros del uso de antisépticos, pues sin saber que existían los microbios (siglos después Pasteur nos convencería de dicha existencia) eran cuidadosos de hervir los instrumentos y telas que usaban en el procedimiento quirúrgico y aplicaban un potente antiséptico llamado acetum. También fueron pioneros en la utilización de la anestesia (esponjas impregnadas de mandrágora) lo que hacía un poco menos cruenta y dolorosa la intervención. Utilizaban también, con destreza encomiable, los torniquetes y ligaduras, y llegaron a manejar cerca de doscientos instrumentos quirúrgicos, tales como el fórceps para extraer proyectiles, sondas, pinzas de todo tipo, horcas para separar músculos lesionados y tablillas para inmovilizar fracturas en piernas y brazos.
Los emperadores romanos también aprobaban el ejercicio médico privado en pueblos y dotaban de local e instrumento para pasar consulta a quien lo solicitase. Designaban al archiatra, o jefe médico del pueblo. Andrómaco, fue el primer archiatra romano reconocido por orden del emperador Nerón y sería quien perfeccionaría la teriaca uno de los antídotos más potentes conocidos para la época, que se utilizaría durante siglos como remedio universal contra todo tipo de veneno. Los archiatras de la medicina romana constituirían el gérmen de la consulta externa ambulatoria de hoy que se observa en consultorios o centros sanitarios.
Los romanos solían adorar la quirinálica Deus Salud, deidad de la sana vida. Para cada trastorno contaban con una diosa a la que adorar, incluso para la sarna, la diosa Scabies. Eran prácticos a la hora de tomar dietas y remedios y no pensaban mucho en la causa de la enfermedad pues eran tan vitales que estaban persuadidos que toda afección la superarían. La mayoría de sus enfermedades eran de causa externa (lesiones de guerra) o las pestes mortíferas cuya causa terminaban atribuyéndoselo a castigos divinos. Acaso la esperanza de vida de los itálicos e ibéricos de hoy tenga sus restos atávicos en aquel imperio romano que no se enfermaba casi nunca. Plinio el viejo, el filósofo romano que atestiguan duró casi un siglo de vida, quizá tenía la autoridad para decir que Romania era un pueblo sano y feliz pues estaba libre de médicos, pero no de medicina.
Como los ejércitos de aquel imperio se trasladaban a combatir mucho, de regreso de las refriegas exponían a la población romana a contagios. La peste era entonces la epidemia o pandemia de hoy. Justamente una peste por los años 165-170 hace tambalear la formidable fortaleza de salud de los romanos, pues incluso muere el emperador Marco Aurelio. Fue bautizada como la peste antonina y diezmó tanto la población de la ciudad que atentó contra la misma estabilidad y poderío bélico del imperio. La peste antonina se supo por un médico griego recién llegado a Roma de nombre Galeno de Pérgamo que la describió como “ardor en ambos ojos, enrojecimiento peculiar de lengua y toda la cavidad bucal, inapetencia marcada, sed insaciable, abrasamiento interior que contrasta con temperatura externa normal, piel enrojecida pero húmeda, escalofríos y tos violenta”. Fue muy probablemente una epidemia de viruela (¿combinada con sarampión?) cuya vacuna ni se avizoraba.
Otra peste, medio siglo después, en el año 293 aC concretamente, también tambaleó los cimientos de la ciudad eterna, con manifestaciones clínicas similares a la peste antonina: fiebre, escalofríos, émesis, faringitis, exantemas y malestar general. Tanto fue el pánico creado en la población que fue necesario consultar los libros sibilinos (donde se reunían sabios y proféticos sermones de la Roma antigua de la Sibila de Cumas) que recomendaron solicitar apoyo al mismo Asclepios, dios griego de la medicina. La ayuda fue otorgada y desde el Epidauro el Asclepios griego hizo desaparecer en pocos días la peste de Roma. Desde ese agradecimiento los romanos latinizan en Esculapio su nuevo dios de la medicina y le erigen templo en la isla Tiberina (ese pedacito de isla en las aguas del Tíber romano). El episodio teúrgico daba patente de corso a los griegos como médicos solventes y migrarían a Roma por legiones.
La peste referida muy probablemente fue de cólera o algún flavivirus, pues no existe descripción médica sino teológica, en el presbítero Cipriano, obispo de Cartago, quien calificó el brote epidémico como augurio de fin de mundo y dio pistas para que la medicina sostuviera, tiempo después, del milagro de Esculapio, como una peste causada por un filovirus (¿Ébola?): “Es una prueba de fe: a medida que la fuerza del cuerpo se disuelve, que las entrañas se disipan, que la garganta se quema, que los intestinos se sacuden en vómitos continuos, que los ojos arden con sangre infectada, que los pies y las extremidades han de ser amputadas debido al contagio de los enferma putrefacción y que la debilidad prevalece a través de los fallos y las pérdidas de los cuerpos, la andadura se paraliza, se bloquea la audición y la visión desaparece, son los mismos entre nosotros y los demás, martirio que Dios nos manda antes de abrirnos el paraíso”.
Semejante descripción hizo que la peste fuera llamada también Peste de Cipriano y quizá fue el punto de inflexión de la marcada creencia religiosa romana que cobraría vigencia de nuevo hasta la edad media. La gente volvía a la iglesia. Volvía a creer en la enfermedad más como designio divino que como hecho natural racional. Salto atrás, a no dudarlo que incluso se mantiene muy matizado aún en nuestros días.
Entre pestes y conflictos bélicos, el imperio romano, paradójicamente, fue creciendo. Resistió hasta un voraz incendio que consumió buena parte de la ciudad capital en el año 64 en tiempos de Nerón. No sólo el sol no se escondería nunca en aquel imperio, sino que poco tiempo después los médicos filósofos griegos ya todos posthipocráticos (atenienses, de otras ciudades-estados, alejandrinos y aún bizantinos) terminarían viniéndose en grupo numeroso a Roma, el nuevo epicentro del mundo, capital del imperio que no vería apagar el sol sobre sus territorios, vista la extensión de los mismos.
También los gladiadores (protagonistas de la arraigada cultura de circo romana) para ser más combativos y exitosos empezaron a solicitar los servicios idóneos de los mejores médicos y cirujanos, en afán de recuperarse lo más rápido posible de los traumatismos que sufrían en combate. Eran exigentes y buscaban y contrataban a los mejores. Tomaban en cuenta los mejores criterios, independientemente si eran griegos, egipcios, judíos o romanos, estos últimos no dejaron de protestar como gremio local ante la invasión de mano de obra médica en la Roma, capital de moda del mundo de entonces.
Acaso se repetía la ración de la historia que evidencia que todo imperio quiere siempre tener a los mejores. Los emperadores romanos querían a los mejores médicos, tanto para ellos como para sus ejércitos. La salud era un factor prioritario a considerar para el poder político, fundamental para salir airosos en los episodios bélicos que a menudo involucraban a los romanos.