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Presencia de la enfermedad

Foto: Anaxímenes Vera
Algún consenso desde la paleoantropología, y de los numerosos desequilibrios de la historia, permitiría esbozar que hace unos cinco o seis millones de años, en el territorio que hoy se conoce como África, existieron los primeros hombres y mujeres simiescos. Eran de poca frente y grandes mandíbulas y deambulaban sobre cuatro extremidades. Tardaron unos tres millones de años en erguirse. Al poder caminar en dos extremidades los antropólogos lo llamaron el homo erectus, que comía de todo, poseía un gran cerebro y había aprendido a hacer fuego y utilizar utensilios de piedra, así como a emitir sonidos desde su laringe.

Dicho omnívoro, que ya sabía comunicarse entre sus semejantes, se extendió a Asia y Europa, hace un millón de años, y hará unos ciento cincuenta mil años que se le llama homo sapiens, pues había demostrado que era capaz de pensar. Desde entonces la especie humana ha sentido -muchas veces sin saberlo- la presencia de la enfermedad y, consecuencialmente y por instinto de supervivencia, la necesidad de poseer salud. Esta presencia de la enfermedad y esta necesidad de salud explican el continuo fenómeno de la salud-enfermedad en los seres vivos, que equivaldría a decir las dos caras de una misma moneda, en el mismo viaje de los seres vivientes.

En los llamados pueblos primitivos, el hombre prehistórico atribuía el origen de la enfermedad a muchas causas: al hechizo nocivo o mórbido; a la infracción de un tabú o un resto atávico; a la penetración mágica de un objeto en el cuerpo; a la posesión por espíritus malignos; o a la pérdida del alma. Como es congruente ante causas sobrenaturales, los elementos de protección eran mágicos y, por lo tanto, el empleo de amuletos protectores era (o es) el único método de prevención. El hombre primitivo, nómada y sin sentido del tiempo, no se organizaba para detenerse a pensar sobre la enfermedad, dándole una respuesta mágica, muchas veces irreversible e irreparable.

En la Grecia antigua, el dilema de la salud y la enfermedad aparece expresado en los mitos de Asclepios e Hygieia. Según la tradición, Asclepios fue el primer médico en hacerse célebre por su manejo del cuchillo, de las hierbas medicinales y conocedor del veneno y la longevidad de la serpiente enrollada en el caduceo (símbolo de la medicina). Asclepios encabeza la línea de aquellos atrevidos que durante siglos considerarían la salud como la simple ausencia de la enfermedad. Desde entonces, se sostiene que la medicina es el arte de “cuidar y curar” la enfermedad y la ejerce no sólo el médico o galeno, sino toda una pléyade de profesionales sanitarios que participan de la conjugación de ambos verbos.

En la Roma imperial se reafirma una asociación que aún persiste entre enfermedad y salud. Hygieia (Higiene), que sería posteriormente conocida como divinidad del bienestar, era considerada como la protectora de la salud, simbolizando la creencia de que las personas podían mantenerse sanas si vivían de acuerdo con determinados preceptos de limpieza que la alejaran de los microbios (causantes de enfermedad). Roma ya en ese tiempo era una gran urbe y cabeza de un imperio, y que para mantenerse como tal y abastecer y cuidar a sus ciudadanos realizó grandes obras de salubridad (calzadas, acueductos, alcantarillas), además de desarrollar normas de política sanitaria, mercados y cementerios, entre otras, convirtiendo en públicas las normas higiénicas individuales que provenían de los griegos.

La concepción helénica clásica de la enfermedad, signada por el pensamiento hipocrático, consideraba la observación del enfermo y la visión directa de los síntomas como los medios idóneos para conocer la enfermedad. La sentencia de Anaxágoras lo establecía así: “Lo que nos es manifiesto nos hace conocer aquello que nos está oculto”. Acaso desde entonces, con avances y retornos, el conocimiento de la enfermedad lo constituye la observación y la razón. Hipócrates y su escuela, vino a afianzar el conocimiento de la enfermedad a través del diagnóstico que implicaba diferenciarla, distinguirla y describirla con precisión de todas las restantes y observar en ella lo que ofrece como aparente y visible y lo que se percibe en lo interno y esencial. Sin este razonamiento, que hoy nos parece nítido, no sería posible el arte de curar pues no se podría conocer la causa y la manifestación de la enfermedad.

El método hipocrático de diagnóstico de enfermedades integró tres recursos principales: la exploración sensorial; la comunicación verbal o interrogatorio (anamnesis), y el razonamiento clínico lógico. Hipócrates sostenía que el primer objetivo de afrontar la enfermedad era eliminar el sufrimiento de los enfermos, disminuir la violencia de las enfermedades y abstenerse de tratar las que estaban dominadas por la enfermedad, puesto que en ellas ya nada se podía hacer. No hay enfermedad, sin antes comprender al enfermo, fue una de las sentencias de la escuela hipocrática, que aún se cita en nuestros días. 

El pensamiento de Hipócrates sobre la enfermedad y su diagnóstico y terapéutica predominó en el mundo durante cinco siglos. Heredero y multiplicador del legado hipocrático, destaca el pensamiento de Galeno, quien elabora un concepto de enfermedad que influiría en los siguientes quince siglos de la sanidad occidental vitales. En virtud de esta alteración sufren las distintas actividades en que se despliega la vida natural: “Una disposición preternatural del cuerpo, por obra de la cual padecen inmediatamente las funciones del organismo en cuestión: respiración, digestión, movimiento de la sangre, actividad nerviosa, sensibilidad, pensamiento”.

Galeno insistía en su prédica docente, que no fue escasa, que el diagnóstico de la enfermedad era una elaboración mental siempre apoyada en la observación a la luz de lo que se conoce por experiencia y la exploración cuidadosa y reiterada del saber anatómico y patológico. Sostenía que antes de emitir un diagnóstico definitivo de la enfermedad había que establecer una conjetura técnica (el origen del diagnóstico presuntivo de hoy), pero no arbitraria sino sostenida en la consideración razonable y la experiencia que se contrasta con los hallazgos que revela el enfermo y el conocimiento anatomopatológico de las enfermedades.

La manera de abordar la enfermedad del pensamiento galénico duró más de mil años y constituyó la bisagra entre la denominada medicina hipocrática y la medicina del medioevo. Entre la muerte de Galeno y la invasión del imperio romano por los pueblos germánicos (los llamados pueblos bárbaros) acotamos en cuenta dos aspectos socios históricos fundamentales sobre la enfermedad en el denominado mundo occidental: primero, la propagación del monoteísmo judeo-cristiano por toda la cuenca mediterránea y, en segundo término, la perduración postgalénica del pensamiento sanitario griego “recapturado” del árabe, por los traductores de la escuela de Salerno y la de Toledo, ambas rozando los ss. IX y X. 

La religiosidad también mantenía interés en abordar aquel hallazgo (la enfermedad) que portaba el enfermo. En el Nuevo Testamento, Jesús elevó a un nivel superior estas dos visiones del infortunio vital del hombre y a partir de él se dio un nuevo sentido a la enfermedad. Creado a imagen de Dios, el hombre se sintió instituido hijo suyo. Por ello se dio un sentido providencial a los más humildes acontecimientos del transcurso de la vida. Es en esta época cuando cobra cuerpo la idea cristiana de enfermedad, no como castigo de la divinidad como había prevalecido, ni tampoco como azar o necesidad de la dinámica del cosmos, sino como prueba, y, en consecuencia, ejercicio de caridad cristiana.

En la relación inicial entre el cristianismo y el pensamiento helénico en las cuestiones relacionadas con la enfermedad, aparece por primera vez la idea ética-operativa de la asistencia al enfermo por amor y caridad en imitación de Cristo. La creación de hospicios asistenciales es consecuencia de esta forma de pensamiento y no pocos distinguen esta acción humanitaria como la piedra genésica de los hospitales que conocemos hoy. En dichos hospicios de caridad cristiana, a partir del s. VI, aparece como protagonista de la “atención al enfermo” el sacerdote médico. La visión de la enfermedad durante la edad media se relacionó con la realidad y el destino de la humanidad que enseñaba el cristianismo; la imperfección de la naturaleza del ser humano que puede enfermar en cualquier momento y la consecuencia del pecado original y por tanto el carácter de prueba moral que tiene la enfermedad.

En la edad media, las ideas galénicas con respecto a la enfermedad se vieron sesgadas por el oscurantismo religioso, en singular retorno, considerándose las enfermedades en general como expresiones de la cólera divina. El médico medieval hacía primero el interrogatorio del enfermo y algunos de ellos como Saliceto sostenían el valor psicoterapéutico, imbuido de religiosidad de la anamnesis (el interrogatorio del médico al paciente para conformar la historia clínica). Era el péndulo de avance y retroceso, que se observaría en el devenir del conocimiento sobe la enfermedad. Poco a poco el médico medieval iría sustituyendo al sacerdote médico en la atención de la enfermedad y en el tratamiento al enfermo.

Desde el s. XVIII, la medicina, como las otras ciencias, se apoyó en el modelo newton-cartesiano para adquirir un estatuto de cientificidad. Las leyes de Isaac Newton dieron asidero de realidad al tránsito inevitable de los cuerpos y el método de Rene Descartes sirvió de especie de hoja de ruta para seguir las pistas que daba la irrupción de la enfermedad, más allá del hallazgo que implicaba. De la influencia de este paradigma newton-cartesiano en el pensamiento de abordaje de la enfermedad y los enfermos, resultó el denominado modelo biomédico que constituye aún la base conceptual de la medicina científica moderna.

En el modelo biomédico el cuerpo humano es considerado como una máquina que puede analizarse desde el punto de vista de sus partes. El modelo aporta una de las definiciones más socorridas de enfermedad: “Es el funcionamiento defectuoso de los mecanismos biológicos que se estudian desde el punto de vista de la biología celular y molecular; la tarea del médico es intervenir física o químicamente, para corregir las disfunciones de un mecanismo específico”.  Alexis Carrel, en la ocasión de recibir el premio Nobel de Fisiología y Medicina en Estocolmo, en 1904, planteaba algunas de las interrogantes clave del modelo biomédico respecto a la presencia de la enfermedad: Dos pacientes con los mismos síntomas físicos. Uno siente dolores terribles, mientras el otro no siente nada de dolor. ¿Cómo comprender el fenómeno? Dos pacientes que trata un médico de una misma patología con un mismo tratamiento. Uno mejora y el otro no ¿Qué hacer en la “máquina” del cuerpo? Uno de cada cinco pacientes que ingresan a un hospital, adquiere una enfermedad iatrogénica. ¿Por qué se enferma uno y no los cinco? La mitad de las personas que acuden a una consulta médica lo hacen por quejas que no están asociadas a ningún trastorno fisiológico (es decir, la máquina está bien), sino que se deben a factores psicológicos. ¿Cómo atender estos casos sin una visión amplia del origen de las enfermedades y su correspondiente tratamiento?

La rica y controversial discusión en torno a la presencia de la enfermedad en el proceso evolutivo de la humanidad ha negado incluso la existencia de la misma. En las escuelas médicas helénicas, por ejemplo, se recuerda que la enfermedad no posee existencia verdadera; que no mantiene una presencia real. Se recalca que la enfermedad es una abstracción y que no existen enfermedades sino enfermos. En la denominada escuela inglesa se separan incluso los términos: illness y disease: la primera caracteriza al padecimiento de la persona, la aflicción personal ante la dolencia, el proceso real del enfermo. La segunda, designa el conjunto de abstracciones, sin existencia física; por ejemplo, la tuberculosis, descrita en los libros de patología. Y esta distinción ontológica-semántica ha permitido una discusión en torno a la definición de enfermedad, pues una corriente asiente por la dicotomía naturalista-valorativa de la enfermedad; y otra que advierte de la naturaleza ontológica del concepto enfermedad. Alcanzar una definición consensuada de lo que significa la enfermedad no ha sido un proceso liviano, digamos, desde siempre.

Por ello quizá es que Germund Hesslow, se reafirma sobre la imposibilidad de concretar un concepto general de enfermedad, dejando traducir su tesis de “cada enfermedad es un concepto distinto”. Otros autores consideran que las diversas definiciones de enfermedad conocidas no llegan a constituir teorías ni modelos teóricos, a lo sumo constituyen opiniones, quizá doctrinas o marcos para elaborar una teoría. Una primera definición de enfermedad, sobrevive a pesar de la crítica de los ontologistas que reclaman la falta de precisión del término “estado”. Es la definición de Christopher Boorse ya clásica: “La enfermedad es un tipo de estado interno en el cual existe un impedimento del funcionamiento normal, que ocasiona una reducción de una o más habilidades funcionales por debajo de lo típicamente eficiente o en limitación de la habilidad funcional causado por agentes ambientales.”

Desde mediados del siglo XX el concepto de enfermedad pasó a tener, en varios sentidos, una connotación de simultaneidad que absorbe matices de todas las escuelas y doctrinas y agrega los aspectos psicosociales y medioambientales, a objeto de alcanzar una visión pretendidamente integradora. Dicha aspiración, abdica en un contexto utilitario y desde miradas y efectos múltiples donde operan un conjunto de “industrias de la salud” (acaso “industrias de la enfermedad”) que determinan buena parte del trayecto de afrontamiento de la enfermedad. En ese trayecto es motivo de debate la necesidad de la comprensión y abordaje inter, trans y multidisciplinario de la enfermedad.

Se reafirman por estos días, por ejemplo, la preminencia de redes sociales y la necesidad de respuestas casi automáticas, cuando no interesadas o incluso erróneas, frente a un fenómeno de notable complejidad como la enfermedad, que suele ser dinámica del ser humano en el medio donde vive, sucesivamente patogénico, fisiológico, anatomopatológico o genético que ocurren mezclados con procesos psíquicos, socioeconómicos y culturales igualmente complejos.

Suele considerarse un accidente del que hay que descubrir su misterio y adentrarse en él y para ello hay que estudiarla mucho, toda la vida, seguramente. No basta con los espasmos salubristas “especializados” de youtubers ni los deseos felices de la voraz y optimista industria sanitaria. A menudo la enfermedad es enigmática o absurda, cuando no inmerecida, tanto para el enfermo como para el personal sanitario que la trata; inmersos ambos en la tensión que implica el hecho patológico. En toda enfermedad existe una carga afectiva indudable pues algo se rompe o se destruye, algo se pierde. 

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