Sobre la vida y la muerte en el mundo antiguo

Homenaje / Juan Nuño
El dios de la medicina sigue siendo Esculapio y la serpiente que se enrolla en el caduceo médico representa un símbolo de vida eternamente renovada, por aquello de que los reptiles, para los antiguos, nunca morían, sino que gozaban de la propiedad de transformarse mediante sucesivos cambios de piel. Para redondear las referencias clásicas, piensen en Freud, médico antes que analista, el cual, sin la ayuda involuntaria y gratuita de Edipo, difícilmente hubiera podido plasmar su tesis principal. Pueden seleccionarse unos personajes que no pretenden agotar las relaciones entre el arte de sanar y la riqueza imaginativa de los mitos, pero que servirán para replantear la cara humana de la medicina y, sobre todo, las consecuencias morales de su ejercicio.
Ante todo, Asclepios (el Esculapio latino), dios tutelar de los médicos y de la salud en el primer esfuerzo de apropiación que se conoce, de las dos cosas, como si fueran una. Pero también Sísifo, Zeus y Prometeo y el adivino Tiresias, ya que todos encierran sugerentes referencias a problemas de salud siempre vigentes. Asclepios, para variar, era hijo de un dios y de una mortal: de Apolo dios, dios de la luz, y de una tal Corinis, que murió antes de nacer el niño, ejecutada por los celos del dios, padre de la criatura. Luego Apolo extrajo al niño del seno materno, en uno de los primeros partos postmortem registrados, y se lo entregó al centauro Quirón para que lo criara y educara. Los centauros, aquellos extraños seres, mitad caballo, mitad hombre, que habitaban los bosques de Tesalia, y quizás representaban formas de civilizaciones anteriores a la helénica y más primitivas, podían en general ser malignos y brutales, pero algunos, como es el caso de Quirón, fueron modelos de sabiduría y beneficiosos pedagógicos: no sólo educó a Asclepios, sino fue también el preceptor de otro retoño divino: Aquiles, hijo de la diosa Tetis y el mortal Peleo. Así que el bueno Quirón le enseñó, por un lado, a Aquiles el arte de guerrear, esto es, le enseñó a matar, mientras que, por otro, le enseñó a Asclepios el arte de la medicina, es decir, le enseñó a conservar la vida. Confluyen de tal modo en el mismo centro rector los dos poderes: quien a curar enseña también enseña a destruir.
Aquiles, guerrero, es la otra cara de Asclepios, el curandero: la medicina se hermana con la muerte. El que cura puede matar. La relación fue tan estrecha que Asclepios pudo triunfar, así fuera momentáneamente, sobre la muerte. Porque quiere la leyenda que Asclepios, tan ducho en el arte de sanar, llegó a poseer el poder de resucitar a los mismos muertos. Llevó la medicina al límite del milagro y logró la restitución de la vida. Ahí es donde tuvo que intervenir Zeus, padre de todos los dioses, dispensador del orden universal. Zeus no podía soportar que se produjera semejante alteración de las cosas: el mundo debía observar ciertas reglas y una de las más sagradas era la alternancia de la vida y la muerte. Lo que hacía Asclepios era peor que herejía, era la ruptura del orden establecido. Por lo mismo, para Zeus, Asclepios se convirtió en un ser sumamente peligroso, como lo sería, en efecto, la medicina de cualquier utópico futuro que consiguiera alejar, mediante la criogenia o cualquier otra técnica, el fantasma de la muerte. Algo así como el fin de este mundo. Para impedirlo, en su tiempo, Zeus cortó por lo sano: aniquiló a Asclepios con su poderoso rayo. Y semejante inmolación del primer médico y padre de todos los demás tuvo lugar en Epidauro, una ciudad de la Argólida, al noreste del Peloponeso. Ciudad que a partir de ese momento se hizo doblemente famosa. Por el templo que en honor de Asclepios allí se levantó y por el teatro que luego surgió y del que aún se conservan restos.
Y si se da un salto de muchos siglos, fue en esa misma ciudad, en Epidauro, en donde, en 1882, los griegos proclamaron la independencia del país frente a la ocupación y el poder otomanos. Pero para tiempos antiguos Epidauro fue algo así como una inmensa Lourdes de la Grecia clásica: el lugar al que acudían los enfermos con la esperanza de sanar al influjo del santuario divino. Y lo que sucede en tales casos, y no es de extrañar, es que muchos en efecto salían curados. No tanto por el milagro, sino porque, a diferencia de Lourdes y sitios contemporáneos semejantes, en Epidauro se desarrollaron instituciones y profesionales terapéuticos. Conviene detenerse en uno al menos de los procedimientos de curación observados en Epidauro, a la sombra del santuario.
Se habían levantado grandes edificios para albergar enfermos, con baños y piscinas para sumergir a los afectados de ciertas enfermedades. Pero la mayoría, probablemente aquellos cuyos diagnósticos no era fácil ni su curación aparente, se disponían una suerte de hostelería en la que, debidamente acomodados y sedados, pasaban la noche en la espera de la visita o manifestación del dios, el cual solía mostrarse en sueños y les decía que tenían y cómo debían curarse. No se lo decía abiertamente, sino a través de símbolos, por lo que era menester que, al día siguiente, les contara su sueño a los ayudantes del dios, que para eso estaban allí, debidamente adiestrados para interpretarlos. Primer caso en la utilización de sueños en la práctica médica. Hasta aquí, de momento, Asclepios. Conviene pasar ahora a su matador, Zeus, al fin y al cabo, su abuelo, en tanto supuesto padre de Apolo.
La larga y compleja historia apasionada de Zeus llenaría muchos volúmenes, aún en lo que sólo se refiere a sus prolíficas aventuras extraconyugales, pues es sabido que oficialmente estaba desposado con su hermana, Hera (la Juno romana), con la que apenas si tuvo cuatro hijos, entre los cuales, Aries (Marte), dios de la guerra, y Hefaistos (Plutón), dios infernal del inframundo. Pero dejando a un lado las numerosas amantes, antes incluso de desposar a Hera, que en realidad vino a ser su segunda esposa, Zeus había comenzado por elegir a la diosa Metis, hija de aquella primera pareja cósmica formada por Océano y Tetis.
Esa Metis, primera mujer de Zeus, era infinitamente inteligente y sabía más que todos los dioses y, por si fuera poco, tenía el extraño poder de cambiar de forma a voluntad, de tal modo en un momento era, si se le placía, un gato y al instante siguiente podía convertirse en un águila o en otra bellísima diosa. Lo cual no la hacía la más manejable de las esposas y quizás explique por qué Zeus de ella tan pronto como pudo cambiarla por la más pacífica y reposada Hera. Pero antes de que tal cosa ocurriera, la había embarazado. Sólo que tan pronto lo supo, Zeus temió lo que más mortificaba a todos los dioses (y a muchos gobernantes latinoamericanos), que lo derrocaran.
Temió que el que fuera a nacer lo suplantara en el trono, como por lo demás él había hecho con su antecesor y padre. Acudió a un remedio infalible, aunque un tanto brutal y bastante desagradable, pero que representaba la ventaja de salir a la vez de la fastidiosa mamá y del amenazador retoño. Aprovechó una de las mutaciones de aquella para simplemente engullírsela entera: se la tragó, la fagocitó, la ingirió completa, integrándola a su divina persona. Un poco más tarde, paseando junto a un lago, comenzó a sentir un fortísimo dolor de cabeza, que iba en aumento. La jaqueca divina fue tal, que hizo literalmente aullar de dolor al padre de los dioses.
Fue entonces cuando, acudiendo a los espantosos gritos, Prometeo, aquel héroe gracias al cual existimos y existe también la técnica porque robó el fuego a los dioses para regalárselo a los humanos, Prometeo, que aún no se había convertido en el excelso ladrón para nuestro beneficio, tomó un hacha formidable de esas de doble filo y la hendió en la cabeza de Zeus, lo que sin duda es remedió eficacísimo contra la migraña. Y de la cabeza rajada de Zeus salió en ese momento la diosa Atenea, su hija, totalmente armada de los pies a la cabeza, por lo que supo Zeus que su ex-mujer, aun después de digerida, se había salido con la suya, transmitiéndole el beneficio de su sabiduría, ya que Atenea no sólo era guerrera, sino que también simbolizó la inteligencia, por lo que llegó a ser la patrona epónima de la capital de los helenos, Atenas.
Es curioso que Asclepios y Zeus vuelvan a relacionarse por medio de Atenea, mejor dicho, por medio de la vestimenta de la diosa. Estaba siempre armada de casco, de lanza y de la égida o escudo. Ese escudo estaba hecho de piel de cabra porque los soldados de la antigüedad llevaban al principio implementos de piel y sólo mucho más tarde aparecieron los de metal. Sobre la égida de palas Atenea iba fijada la terrible cabeza de Gorgona, aquella cuya sola mirada convertía en piedra a quien alcanzara, además de tener serpientes en vez de cabellos. Y es que, en el extremo occidental del mundo, según los griegos, vivían tres espantosos monstruos, las Gorgonas, que recibían los nombres de Estena, Eurialia y Medusa. Sólo esta última era mortal, todas eran horribles: con la cabeza llena de serpientes amenazadoras, en la boca poseían colmillos de jabalí y con las manos de bronce. Tenían en la espalda y en los tobillos alas de oro que les permitían volar. Su mirada era tan penetrante que mudaba en piedra lo que contemplasen. Procedían de Poseidón (Neptuno, para los latinos), dios del mar y hermano de Zeus, de la primera hornada de dioses, los que aún representaban directamente fuerzas de la naturaleza o supervivencias de mitos anteriores a los propiamente helénicos o mitos del Olimpo. Hasta allí, hasta el extremo del mundo tuvo que ir el Perseo a buscar a Medusa, para matarla por encargo.
Perseo, a su vez, es otro de esos productos mixtos: nació de Danae, a la que su padre tenía encerrada en una caverna de bronce y que por lo mismo, sólo pudo ser fecundada por Zeus, el gran e incansable amador, mediante el famoso y emblemático recurso de la lluvia de oro. Todo sigue en familia: también Perseo es hijo de Zeus y nació pese a las extremas precauciones de su abuelo, el cual lo había hecho por temer lo de siempre: ser depuesto por el hijo de su hija. Por eso, nada más nacer, el miserable abuelo, llamado Acrisios, aquel que había guardado inútilmente a Danae, encerró a la madre y al recién nacido en un cofre de madera y los arrojó al mar, sólo que, en vez de hundirse, flotaron y llegaron a la isla de Serifos, en donde fueron rescatados por un pescador que crio al muchacho. Cuando este creció, el rey de aquella isla, un tal Polidectes, apeteció a la aún apetecible Danae, y para quitarse del medio al joven, le encargó una misión imposible: que le trajese la cabeza da Medusa, la petrificante Gorgona.
Perseo salió bien de la difícil empresa con ayuda de cierta tecnología que le proporcionaron dioses amigos, Hermes y Atenea. Le dieron unas sandalias aladas y un casco que, puesto, le hacía invisible. Así pudo llegar hasta el monstruo y mientras Medusa dormía decapitarla. En unas alforjas especiales, que también le había dado la diosa, guardó Perseo la cabeza, pues no se podía mirar ni aún después de muerta so pena de convertirse en piedra. Y prueba de que los ojos de Medusa, aún separada la testa del tronco, seguía conservando su espantoso y petrificante poder es que Perseo, tan pronto regresó a Serifos, bastó con sacarla en público, para transformar al rey Polidectes, galanteador de la madre de Perseo, y a todos sus cortesanos, en estatuas de piedra, yertas para siempre.
Y, en efecto, hasta el día de hoy, la pequeña isla de Serifos sigue llena de piedras. Luego, Perseo le dio la espantosa cabeza, como merecido trofeo, a su protectora, la diosa Atenea, que desde entonces la lleva en su égida. Pero aún hay más, que no siempre se cuenta. Cuando Perseo cortó la horrible cabeza, de su negra sangre brotó un caballo alado, Pegaso, que había sido concebido en Medusa por Poseidón, único con estómago suficiente para aparearse con Gorgona. Ese Pegaso fue el caballo que, a partir de entonces, tiró del carruaje a Zeus además de ejecutar otras tareas singulares. Pero, mientras, la sangre del cuerpo decapitado de Medusa siguió manando. Y aquí es donde vuelve a intervenir Asclepios, dios de la medicina.
Asclepios había sido llamado a la escena de la decapitación por Atenea, la diosa protectora de Perseo. Y fue llamado para que se apresurase a recoger aquella sangre que no dejaba de brotar, pero teniendo cuidado de lo que hacía, porque la sangre que brotaba del costado izquierdo mataba y la que salía del costado derecho tenía la propiedad de sanar. Asclepios pudo recoger las dos separadamente y poseer así, una vez más, el doble poder, de curar y de quitar la vida. Por debajo del mito aparece la vieja distinción de lo bueno y lo malo, repartido entre la izquierda y la derecha, modo de la tabla Pitagórica.
Interesa retener, sin embargo, el poder dual de la medicina, simbolizado en Asclepios, dueño de dos tipos de sangre antitéticos. Dualidad permanente de la función curadora que, desde los griegos, no ha dejado de inquietar a los practicantes del arte y aún más a los resignados pacientes que se ponen en manos de los discípulos de Esculapio. Por eso, el viejo juramento de Hipócrates rezaba: “juro que jamás le daré veneno a nadie ni aún si me lo pidiera”. La única sangre que el médico puede dispensar es la del lado derecho, el lado bueno de la infernal Medusa, pero que conste que también posee la otra, la sangre mala, la que puede matar.
De la mano de la diosa Palas Atenea, la que llevaba en su escudo la petrificante cabeza da la Gorgona, se llega a otra de las figuras anunciadas, la del sabio Tiresias, que no deja de presentar curiosas implicaciones médicas. En realidad, más que de la mano de la diosa habría que decir del cuerpo entero de Atenea, pues la leyenda quiere que un joven tebano, de nombre Tiresias, tuviera la mala fortuna de ver bañarse desnuda a Atenea en algún río próximo al monte Olimpo. En venganza por haber sido así violado su pudor (no hay que olvidar que Atenea fue siempre pura y virginal), la diosa privó la vista a Tiresias, pero para compensarlo le dio el poder de ver el futuro; por lo mismo, Tiresias es sinónimo de adivino o profeta, al punto que, llegado el momento, Odiseo lo convocó en los infiernos para hacerle postmortem consultas sobre su largo viaje. Esto no es todo. Hay otra leyenda, relacionada siempre con Tiresias, aún más sugerente, según la cual lo que Tiresias vio no fue la diosa desnuda, sino que, contado por Ovidio, que es quien lo ha transmitido, sorprendió en un bosque a dos inmensas serpientes copulando y, además de tal indiscreción involuntaria, tuvo la osadía de molestarlas en plena faena, pegándole con el grueso bastón que, en tanto pastor llevaba.
Entonces las serpientes, que eran divinidades del bosque, molestas y con razón, transmutaron a Tiresias de hombre en mujer. Y así, sin necesidad de operación alguna, Tiresias paso a ser el primer caso de cambio de identidad sexual o transexualismo. En tanto mujer vivió siete años, cifra mágica y sólo al octavo año le sucedió que volvió a ver de nuevo a las mismas serpientes entregadas en la misma agitada tarea, y entonces Tiresias, madame Tiresias, se dijo: si por golpearlas aquella vez me hicieron mujer, voy a volver a darles con un palo para ver si recupero mi condición original de varón. Dicho y hecho y hete aquí que Tiresias recuperó su masculinidad sin género de dudas.
No acaba en esto el relato, sino que ahora viene lo mejor. En una de las no muy frecuentes ocasiones en que Zeus cumplía con Hera, esposa oficial, los deberes conyugales, surgió una animada discusión entre los esposos acerca de quién disfrutaba más del acto amoroso, si el hombre o la mujer. Zeus, que pese a ser dios no era tan simple como se pudiera pensar, sostenía que gozaba más la mujer, mientras que Hera, o por pudor, o por coquetería o por táctica femenina, lo negaba. Como no había manera de resolver la disputa, decidieron acudir a un árbitro calificado para encontrar la solución. ¿Y quién mejor que Tiresias, único ser que había disfrutado, si así puede decirse, de la doble condición?
Convocado Tiresias al Olimpo, y teniendo en cuenta que aún no estaba ciego, que de haberlo estado difícilmente habría visto a las serpientes entrelazadas, y preguntando por los dioses cuál de los dos partenaires, macho o hembra, disfruta sexualmente más, Tiresias, gran connaisseur, no vaciló un instante y le dio la razón al padre de los dioses: la mujer que es la que disfruta más y lo pasa mejor. Entonces, la diosa, irritada al verse contrariada, dejó ciego a Tiresias y sobrevino todo lo demás: lo del poder compensatorio de la adivinación.
Así, los griegos no necesitaron ni el laboratorio de Master y Johnson ni los complejos cuestionarios a que estos y otros sexólogos han sometido a millares de personas, para saber que, como dice la frialdad de las cifras modernas, la mujer puede alcanzar noventa y tantos orgasmos allí donde los miserables machos apenas si logran uno. Antes de abandonar a Tiresias, precursor de la sexología, convendrá regresar momentáneamente a las serpientes, culpables de todo. Hay más de un caduceo o bastón, por ejemplo, el de Hermes, en el que, en efecto, se encuentran dos serpientes entrelazadas. El símbolo es transparente: representan la fuerza generacional, que se ejerce siempre a través del par de opuestos, macho y hembra, trasunto en definitiva del símbolo más profundo y también dual de la vida y la muerte.
Lo que Tiresias había encontrado en el bosque era el símbolo mismo de la Tierra, caracterizado por vida y muerte. Al tocar ese símbolo, Tiresias, si bien sufrió el castigo de su transexualismo, también adquirió, a la larga, un conocimiento superior al de dios mismo, pues Zeus con todo su poder era un macho y no sabía del secreto de la vida, expresado en la relación sexual, y mientras que Tiresias reunía en su misma persona las dos fuerzas rectoras, en la medida en que la mujer es la que la que da, con el nacimiento, la vida, y el hombre quien, por lo general, la quita con la fuerza y la muerte. Siempre esa obsesión dual como telón de fondo. Y por esa obsesión, la de vencer a la muerte y conservar eternamente la vida, es por lo que ahora se puede pasar al último personaje de esta rememoración mitológica.
Se trata de Sísifo, el cual no es únicamente como la leyenda más sucinta y difundida cuenta, aquel mortal condenado por los dioses al tremendo castigo de arrastrar siempre la misma piedra, el mismo agotador trabajo de subir lo que luego, inexorablemente caerá. Hay mucho más detrás de esa simplificación. Ante todo, Sísifo no fue un mortal cualquiera, sino el hijo de otro dios, bien es verdad que en este caso trátase de un dios menor, Polo, el que guardaba los vientos en una caverna hasta que Zeus le ordenaba soltarlos.
Pero además Sísifo llegó ser rey-fundador de Corinto y, en tanto tal, abuelo de Belerofonte, el gran héroe corintio, aquel que montado en el caballo Pegaso, pudo matar a la Quimera, otro espantoso monstruo, suerte de león con cola de serpiente y cabeza de cabra que escupía continuamente fuego. Sísifo, rey de Corinto, pasa a la historia de las costumbres griegas como antecesor de Ulises en punto a inteligencia, ingeniosidad y astucia. Su ingeniosidad era tan grande que le costó precisamente el castigo que recibiera para toda la eternidad, pues los dioses, además de celosos de los éxitos mortales, no estaban dispuestos, como ya se estuvo en ocasión de ver con Zeus y Esculapio, a permitir la más mínima transgresión a las leyes naturales por las que debía regirse este mundo sublunar.
Sucede que, junto a su astucia, Sísifo debía tener algo de voyeur, pues el caso es que llegó a contemplar una de las habituales hazañas amatorias de Zeus, en aquella ocasión con una ninfa a la que había raptado, de nombre Egina, y que Sísifo pudo contemplar en todo el esplendor de la inagotable lubricidad de Zeus. Tampoco tiene nada de extraño que Sísifo los viera, pues resulta que Egina es el nombre de otra pequeña isla, situada en pleno golfo de Corinto, es decir, en frente de los dominios del mismo rey Sísifo. Este no tuvo, sino que, por así decir, asomarse al balcón para ver que sucedía en el escenario entre el galanteador máximo y la ninfa ultrajada. Hasta aquí, no estuvo bien lo que hizo, por aquello de que no es correcto meterse en asuntos ajenos y más si son los del padre de los dioses. Pero lo peor vino después, pues Sísifo, no contento con haberlos visto, le faltó tiempo para llevarle la noticia al padre de la niña raptada. Chismoso, además de curioso. O si se prefiere otra interpretación más política: rey celoso de la paz en sus dominios y guardián de la moral ultrajada.
El padre de la joven beneficiada por el dios se llamaba Asopos, pero eso no importaba tanto como la cólera de Zeus al saberse acusado y puesto en flagrante evidencia. Sobrevino entonces lo que era de prever: la inevitable venganza del dios. Lo que hizo fue enviar a Sísifo, delator de sus clandestinos amores, el más terrible de los emisarios, con un mensaje bien explicito, impreso en el nombre mismo del temible embajador Thánatos, la muerte. Y aquí es donde va a poder apreciarse hasta qué punto en efecto Sísifo era hombre de grandes recursos, pues no se arredró ni ante la mismísima muerte. Logró la proeza de burlarla, no una, sino dos veces.
La primera la hizo atando a Thánatos tan fuerte que no pudo desempeñar su fatídico cometido y tuvo que retirarse, burlada sin haber cumplido la tarea que le encomendara Zeus. Pero en la segunda ocasión, cuando regresó Thánatos a ejecutar el mandato divino, Sísifo supo ser más astuto que la muerte. Fingió aceptar que esta realizara su macabra tarea, no sin haberle encargado antes a su mujer, la reina, que una vez muerto ni lo sepultara ni le celebrara ceremonia funeraria alguna.
Tal estratagema le sirvió para, tan pronto llegó al Hades, convencer al dueño del lugar, Hefaistos, de que le permitiera regresar un momento a la tierra, pues tenía que preparar su propio funeral, ya que sus deudos no lo habían hecho como era su deber y como en efecto pudo comprobar el propio Hefaistos. Concebida su justa petición, Sísifo no tuvo prisa alguna en regresar, tal y como había prometido a Plutón, rey de los muertos. A todas estas, Zeus ya no podía aguantar más aquél ser tan taimado, que se las sabía todas. Le envió otro mensajero, esta vez más capaz y difícil de burlar, nada menos que Hermes, el Mercurio romano.
El dios Hermes, pese a no ser de los grandes, desempeñaba funciones importantísimas en el Olimpo. Era otro hijo de Zeus y desde niño ya era tan hábil, ladronzuelo y pícaro, que escapó de la cuna para ir a robar los bueyes del rebaño celestial de su hermano Apolo. Además, inventó la lira y la flauta y, dada su picardía y rapidez de actuación, era a la vez el dios de los comerciantes y el de los ladrones, lo que dice mucho de la profunda sabiduría de los griegos. Pero Hermes, por su misma capacidad de engañar y embaucar a la gente, también estaba encargado de dirigir a los muertos al infierno. Y aquí sobreviene algo que va a permitir relacionarlo con Asclepios, con la Medicina y con lo ya conocido. Y es que Hermes llevaba siempre un caduceo en la mano, una especie de varita mágica, rodeada de dos serpientes entrelazadas, con la que guiaba a los muertos a su destino final. Otra vez el símbolo de la vida y la muerte. Pues bien, Hermes logró finalmente arrastrar al astuto y remolón Sísifo a la región de los muertos, al tenebroso Hades, de la que una vez ya hubiera escapado. Y allí Zeus le impuso el famoso castigo por el que es más conocido: subir eternamente a la misma piedra que, cada vez que llega a la cima se precipita incansablemente al abismo para que todo recomience. Lo que interesa rescatar es que Sísifo no fue castigado por haber hablado mal de dios, sino por haber pretendido, tal como también hiciera Asclepios (Esculapio, latinizado) burlar a la muerte y, con ello, alterar el proceso biológico establecido.
Así que lo que comenzó como una referencia al arte de la curación, termina con el intento, ejecutado dos veces por la mente griega, de llevar esa curación hasta el extremo ideal: la desaparición del flagelo definitivo de la muerte. La vida no se concibe sin la muerte, pero ya desde la antigüedad, la muerte es atacada por el hombre desde su misma raíz. Bajo el disfraz del mito o con el sueño de lo imaginario, el hombre ha tratado siempre de escapar al ciclo cerrado de vida y muerte.
Antes de abandonar a Sísifo, convendría comentar los recursos utilizados por el mítico rey de Corinto para burlar y vencer a la muerte. Lo que hizo la primera vez fue sujetarla fuertemente, mientras que, por el contrario, la segunda vez hace como que la aceptara sólo para terminar burlándola, regresar de entre los muertos y seguir viviendo. ¿Qué significa eso de sujetar la muerte sino impedirle que lleve a cabo su siniestra o implacable tarea? Si cualquier hombre, Pasteur, Koch, Christian Barnard, lograran mediante determinado procedimiento atrasar lo inevitable ¿acaso no están sujetando temporalmente la muerte, tal como precisamente hiciera Sísifo en un adelanto de poder de las técnicas médicas?
En cuanto al regreso de entre los muertos, no hay que darle muchas vueltas para ver allí el trasunto mitológico de las modernas técnicas de reanimación de casos aparentes terminales. Hoy nadie se sorprende de que a pacientes declarados clínicamente muertos se los pueda reanimar, volver de nuevo a la vida con electroshocks u otros recursos, esto es, literalmente como le ocurriera a Sísifo, haciéndole regresar del mundo de los muertos. De proseguir por este camino, es decir, transvasando el contenido del mito a una realidad contemporánea, también se debería asumir la otra cara del relato, la correspondiente al castigo que, indefectiblemente sobreviene, impuesto por Zeus o por quien sea, a quien o a quienes pretendan alterar el curso alternativo del par de opuestos vidamuerte. Para atender a este último aspecto, para hacer el esfuerzo de traducir en su totalidad el mito, habrá que abandonarlo y entrar de lleno en el planteamiento del problema básico de la ciencia médica actual, que no es otro sino el representado por aquel famoso caduceo, a saber, el constante entrelazamiento de vida y muerte, en una unidad contradictoria.
Los grandes problemas sustantivos, de fondo, de la ciencia médica de siempre, pero que en la época presente, gracias a los espectaculares avances técnicos, se plantean con mayor agudeza que nunca, son uno y el mismo: dar o quitar la vida o, su complementario, aceptar o retrasar la muerte. No es exagerado en ese sentido decir que todo médico, en definitiva, tiene que actuar como Sísifo: encontrar cualquier recurso para demorar el acto final de toda vida, sujetar, si no definitivamente, al menos, momentáneamente, a la muerte. Al expresarlo así, no se está diciendo nada original, por más que las referencias míticas aportadas puedan servir de adorno a su práctica y hasta hacerle sentir orgulloso de tan ilustres y remotos predecesores.
Es menester presentar ese mismo problema dual (a saber, el rechazo de la muerte y la decisión de ayudar a la conservación de la vida) en la forma ética extrema a fin de cobrar conciencia primero de que es en efecto un auténtico problema, esto es, algo siempre abierto, y en segundo lugar, de que en tanto tal problema, compromete moralmente, responsablemente y obliga a asumir una postura filosófica, ya que lo es ante el enigma de la muerte y por lo mismo ante la pretendida santidad de la vida. Por eso, en lugar de hablar en abstracto de prolongar la vida o detener la muerte, habrá que mencionar sin tapujos ni temores la cara moral de tales aspectos, que no es otra sino la responsabilidad derivada ante la interrupción del embarazo o ante la prolongación de la agonía de un paciente. Es decir, aborto y eutanasia como temas éticos que sacuden hoy la conciencia.
Ante todo, conviene recordar que existe el problema de la experimentación médica y de sus límites, que ha cobrado especial actualidad con el caso de los llamados “bebe probeta” o niños engendrados en laboratorios para ser implantados embrionalmente a la madre, como uno de los varios posibles procedimientos de reemplazar la función natural de la gestación. Para no mencionar la reproducción clónica, que abre las puertas a una repetición prácticamente idéntica de los individuos o para no hacer referencia a la manipulación genética que ya comienza a permitir la erradicación de ciertas predisposiciones a enfermedades mediante la eliminación o modificación del genoma. ¿Acaso no es eso obrar a lo Sísifo, sujetando a la muerte desde el principio mismo de la vida? En Francia, no hace mucho, alguien del gremio médico quiso averiguar si un paciente anestesiado puede respirar óxido nítrico por más de dos minutos sin sufrir por ello daños irreversibles. Y llevó a cabo el experimento con un determinado enfermo, sin haber obtenido previamente el consentimiento del paciente o de alguno de sus familiares. He ahí el problema, no sólo jurídico, sino ético: ¿Puede un médico, en conciencia, motivado por el fin superior de querer conocer siempre más, actuar de esa forma?
Se sabe cuál era la respuesta del mundo antiguo: no puede pues a cada intento de traspasar los límites impuestos por el orden natural, los dioses, garantes de esa orden, procedían a castigar a los transgresores. Pero el problema subsiste, tanto para los griegos como para el mundo actual, desde el momento en que aquellos no dejaron de traspasar los límites impuestos y hoy día se traspasa a cada instante, ya que, de no hacerlo así, no existiría la ciencia tal y como se la conoce. No es necesario recordar lo que todo el mundo conoce perfectamente, esto es, la disección de cadáveres estaba prohibida y estaba mal vista durante una larga época de la evolución de la humanidad. Pero es que aun contemporáneamente siguen presentándose problemas similares con la vivisección de animales, por parte de grupos a los que les ha dado por defender de los más seriamente unos supuestos derechos de los animales, en nombre de los cuales no se debería trabajar con ratas o gatos en los laboratorios de experimentación. Menos aún con seres humanos.
Tampoco es necesario evocar el caso extremo de los nazis. Descontando toda la carga emotiva y política del momento, podría sostenerse que en definitiva los médicos nazis que aprovecharon los campos de concentración eran experimentadores llevados al límite o, si se prefiere expresarlo de otra manera, experimentadores sin problemas morales o porque habían lograrlo eliminarlos o porque los daban por resueltos con determinadas explicaciones y apoyados en categorías tales como, por ejemplo, la división de la especie humana en razas superiores e inferiores.
No se trata únicamente de escandalizarse. Hay que ver en el nazismo y sus terribles extremos experimentales la culminación de una línea histórica de la evolución de la humanidad. Si se comienza experimentando a hurtadillas con el anestesiado, como hiciera el médico francés, no se ve muy bien por qué no seguir haciéndolo en forma masiva, industrializada, como pretendieron hacerlo en su día los médicos nazis. O como en la práctica bélica hicieron los americanos al arrojar las primeras bombas atómicas sobre Japón y crear así unos cobayos humanos de experimentación para medir y estudiar los efectos de la radioactividad, lo que aún se sigue haciendo con los supervivientes de Hiroshima y Nagasaki.
Que conste que no se está justificando nada y menos aun haciendo acusación alguna. Se trata de mostrar, con ejemplos extremos, que justamente el destino del ser humano, en su afán por dominar las fuerzas naturales y, en definitiva, por sujetar a la muerte, como quiso hacer Sísifo, es el atreverse cada vez más en su dominio de conocimiento. Y eso mismo plantea desde el punto de vista de la práctica médica, graves problemas morales. Son problemas porque no tienen una fácil ni única salida. Y son graves porque comprometen a quien se enfrenta a ellos, en su condición de médico o de investigador, y por supuesto a quien los sufre, en su condición de víctima o de paciente, si se permite la redundancia. El problema de la interrupción del embarazo, vulgarmente conocido como práctica del aborto, sea éste o no terapéutico, es todo un problema, pues lo que en él subyace es nada menos que la definición de la vida y, en consecuencia, el derecho que tiene (o no tienen) los seres humanos de disponer libremente de la misma.
Con independencia de consideraciones adjetivas (salud de la madre, condición del feto, enfermedades iatrogénicas, circunstancias sociales y aún criminales del embarazo, cuadro demográfico en general, etc.), que puede influir a la hora de tomar alguna decisión de carácter oficial, el problema metafísico y, por consiguiente, el problema moral es otro y es el más serio, es saber cuándo comienza propiamente la vida (problema filosófico más que científico) y cuándo comienza la persona (problema psicológico-científico, plenamente moral y, en el fondo, teológico, por lo del concepto de “alma”, que tradicionalmente se atribuye a los vivientes racionales, superiores).
Enfrentarse a esos problemas es asumir la condición humana de árbitro de las propias decisiones. No se trata, como pasaba con los griegos de la antigüedad, de ponerse en manos del dios y dejar que sea éste, con su voluntad o su divina intromisión, o cualquier expediente semejante, quien cargue con la responsabilidad final de una decisión. El médico más que cualquier otro mortal, sabe que está solo a la hora de tomar una decisión de esa naturaleza y que el peso de la responsabilidad recae íntegramente sobre él. De allí la seriedad del problema y su innegable dimensión ética. Otro tanto sucede con el problema, no alejado del anterior, de la interrupción del proceso vital por razones humanitarias o a veces simplemente técnicas, materiales.
Recuérdese a Asclepios, que siempre dispuso en su botiquín un doble arsenal: contaba con los dos tipos de sangre de Gorgona, la izquierda y la derecha, la mala y la buena. Con una mataba y con la otra sanaba. Es muy sencillo decir, como en el juramento hipocrático, que nunca se dará veneno, así lo pida el enfermo. Pero la realidad no es nunca tan sencilla. Ahí está el caso de otro médico, esta vez norteamericano, que harto de ver sufrir a una joven paciente terminal, le inyectó determinada dosis de morfina e hizo que cesara para siempre el sufrimiento, según él para gran alivio de la enferma y de sus familiares.
Problema nada pequeño de la eutanasia, sea esta activa o pasiva, que difícilmente no ha sido practicada, de una u otra forma, alguna vez por algún médico para poner fin a un tratamiento que prolongaría inútilmente la vida y, con ella, el sufrimiento. Es muy fácil criticar los médicos por prolongar la agonía. Es muy fácil decir que, llegado el momento, se desearía una muerte benigna y rápida. Por algo, en ciertas regiones católicas existe el culto a un Cristo de la Buena Muerte, nada condenable. Pero si se mira con detenimiento, si se inquiere por lo profundo y no se detiene la mirada sólo en lo anecdótico, se encontrará que es más fácil de decir que de aceptar. Porque cuando se dice que se quiere ese tipo de muerte, se suele agregar el inmediato: “llegado el momento”. Justamente ahí reside todo el quid de la cuestión. ¿Cuándo es el momento? ¿Cuándo se tuvo un primer infarto del que se logró salir bien, gracias a una rápida intervención médica? ¿Cuándo se sufrió una neumonía que se pudo superar mediante un ataque masivo de antibióticos? ¿Cuándo es el momento, cada momento de morir cada uno? Ahí es donde reaparecen los héroes mitológicos.
Ni Esculapio ni Sísifo aceptaron que ese momento estuviera ciegamente determinado por el capricho de los dioses o la inexorabilidad del destino, sino que lucharon contra el mismo Zeus y contra la muerte misma para detener el momento, para hacer retroceder el momento. Y se observará que lo consiguieron. Porque precisamente por eso, por haberlo conseguido, es por lo que fueron castigados. Porque triunfaron sobre el supuesto momento establecido por las Parcas y lograron, así fuera por poco tiempo, imponer otro momento, el suyo, el de los hombres, libres y soberanos de sus decisiones frente al ciego destino y aún frente al propio dios.
Es evidente que, en cambio, una civilización signada por el fatalismo, como por ejemplo, la islámica, no hubiera podido proceder como la civilización libre y abierta de los griegos que, no en balde, sigue siendo el emblema de la cultura occidental. La muerte, de ser aceptada, puede ser atrasada. Tal es el trasfondo de la lucha médica, representado en las descarnadas “unidades” de terapia intensiva, las cuales, otra vez, pueden ser vistas dualmente: o como la plataforma de despegue hacia un mundo de los muertos o como el recurso sisífico para sujetar momentáneamente a la muerte y detener lo que parece su curso inexorable.
De nuevo, el caduceo aquel: cada vez que se toca el problema de la muerte, surge el de la vida. Y viceversa. A la hora de detener un proceso terminal, no sólo está el médico luchando contra Thánatos, sino que también ha de preguntarse, en su conciencia, qué tipo de vida está protegiendo y qué clase de vida, a la larga, le esperaría al enfermo que se quiere desesperadamente salvar. Porque no basta con arrancarlo de las garras de la muerte, sino que hay que prever la forma de la vida aguarda al así rescatado y sopesar su calidad y valor, para ver si, en definitiva, merece la pena dar la batalla y ganar una hora más, un día, un año, el tiempo que sea, a la acción de la muerte. Pero no todo son decisiones técnicas o clínicas. Por encima de ellas, o acompañándolas, han de ir las decisiones éticas, que afectan y comprometen la vida en la lucha del hombre con la muerte. Y así como los partidarios absolutos de la vida suelen invocarla, en abstracto, a la hora de prohibir cualquier tipo de interrupción de embarazo, igualmente se debería en el momento de tener que tomar una decisión que signifique la prolongación de la vida agónica de un paciente.
Porque junto al misterio de la vida, tiene que colocarse la realidad moral, inquebrantable, de la dignidad de la persona. Y tanto la vida en abstracto de aquello que aún no existe como ser humano como la dignidad de quien ya ha vivido y se enfrenta al término de esa vida en determinadas condiciones. Y en ambos extremos ha de ser la conciencia del médico la que aborde el problema de fondo: Dar o quitar la vida. Permitir que surja una nueva o dejar que cese la que existe.
Uno de los relatos más enigmáticos y desesperados de Franz Kafka es el que se titula El Cazador Groachus. Habla de un cazador de la Selva Negra que un día, persiguiendo un venado, cae por un barranco, se desangra y muere. Lo amortajan y lo meten en una barca que debería llevarlo al más allá, pero “la barca mortuoria equivocó el viaje, un falso movimiento del timón, un momento de distracción del barquero (…) y desde entonces la barca surca las aguas terrenales”, con el cazador Groachus a bordo, que desde el primer momento estaba muerto, pero “en cierto modo también está vivo”. El propio cazador Groachus le confiesa a su interlocutor del cuento, el alcalde de un pueblo al parecer italiano, que sólo “la idea de querer ayudarlo es ya una enfermedad”. Por su parte, ni siquiera piensa. Su barca, de muerto-vivo o muerto en vida, carece de timón, “viaja con el viento que sopla en las regiones inferiores de la muerte”. Groachus es el símbolo inmediato de lo que está suspendido entre la salud, la vida y la muerte, esperando a ser definitivamente situado en una u otra región La angustia de quienes oficialmente cuidan de todos los Groachus que, en definitiva, son los mismos vivientes provisionales, camino de la muerte, es precisamente esclarecer la frontera tenue e imprecisa que separa vida de muerte y lo que cataliza el dilema: salud o enfermedad.
Angustia, dilema, poder terrible el de la salud o enfermedad. Extraño y heredado poder que los médicos creen poseer a menudo unívocamente. Pero como no es así, pues se sabe ya que la salud o la enfermedad son extravíos fortuitos, de los que el azar provee, o cuando no castiga, y donde intervienen ahora tirios y troyanos, los médicos terminan dejándonos su bondadoso miedo o su despótico juicio, que vienen ambos de la noche de los tiempos, donde la Parca recela, transportados desde la antigüedad a estos tecnológicos días de mano de aquellos mortales como Esculapio y Sísifo, que se atrevieron a asumir la dura condición de dueños de su propio destino para espantar la muerte y recetar siempre salud. Claro, eran dioses. Los médicos no.