La revelación quirúrgica

Barbería por quirófano
El diagnóstico y la terapeútica médica no dejaron de dar saltos cuánticos de avances desde finales del s. XVIII. No ocurrió así con la cirugía. Aquella dedicación atribuida en su génesis a barberos siguió limitada por enigmas que atentaban contra su progreso. Aspectos tales como el dolor, la vigilia del paciente, las infecciones, las hemorragias, entre otras, impedían que la cirugía ocupase lugares determinantes en el combate contra la enfermedad.
El vocablo cirugía proviene del griego cheir (que expresa mano) y érgon (que significa obra), definiéndose la cirugía como “la actividad médica que tiene como propósito remover la enfermedad y la promoción de la salud mediante intervenciones realizadas con la mano del médico cirujano o ayudado éste por instrumentos”.
Como en la medicina, la patología fue después de la praxis clínica, la cirugía fue también una praxis empírica para después transformarse en técnica con bases científicas. Muy antigua, la cirugía ya se registra en el más primitivo de los seres humanos: el australophitecos que, como los otros animales, ya curaba lesiones y heridas en forma instintiva, sin hacer interpretaciones mágico-religiosas de los fenómenos naturales ni de las enfermedades. Este dato parece hacer concluir a muchos autores en que la medicina empírica es más antigua que la medicina mágico-religiosa, pues esta medicina de arraigo divino fue comenzada a practicar por nuestro ancestro humano conocido como el hombre de Neanderthal, haciéndose notable en las civilizaciones arcaicas surgidas a partir del neolítico.
Coexistían el sacerdote-médico que interpretaba de forma mágico-religiosa las consideradas enfermedades internas (fiebres, tumores, enfermedades congestivas, trastornos psíquicos); y el médico-cirujano que aborda en forma empírica las llamadas enfermedades externas (traumatismos, lesiones accidentales, trepanaciones).
En la escuela hipocrática, y posterior a la muerte de Hipócrates, se cuentan los cirujanos empíricos que provenían de la Grecia antigua (s.V aC) y trataban lesiones en forma artesanal. Incluso Hipócrates de Cos es considerado un notable médico cirujano de la época. La escuela hipocrática no solamente estudió las enfermedades internas de manera natural y racional, en esencia propia de la patología externa o quirúrgica, lo que suponía una hazaña en aquel tiempo, sino que posibilitó el crecimiento de ambas formas de abordar la enfermedad, en tanto patología interna o externa, para otorgarle credibilidad a la medicina en la sociedad de entonces, fuertemente arraigada en lo teúrgico yo sobrenatural.
Pese a la unidad hipocrática descrita, la medicina en el mundo antiguo se fue separando de la cirugía. Algunos médicos se hicieron más filosóficos (usaban el logos y la razón para abordar la enfermedad), y otros preferían la cheir o mano para lidiar con el cuchillo en la herida o lesión través de la historia de la medicina. Estas diferencias de abordaje de las enfermedades (internas y externas y sus reflujos epistémicos) dan cuenta de la primera subdivisión de la medicina.
Contribuyó también a la separación referida la desigual habilidad manual entre seres humanos y lo cruento de los procedimientos quirúrgicos de entonces, más cerca de un hecho aterrador que de una acción benéfica como lo procuraba la medicina racional y más aceptada socialmente. ¿Qué médico cirujano del s.XXI pudiera haberlo sido cuando las operaciones se llevaban a cabo en pleno forcejeo, en un combate de lucha libre, con un paciente aturdido, semi inconsciente, bajo los supuestos efectos anestésicos del opio y la ingestión forzada de grandes dosis de alcohol etílico? El propio Hipócrates, en sus tesis quirúrgicas, ya avisaba de evitar los espectáculos aterradores de martirios con los pacientes.
La cirugía era entonces muy mal vista en la antigüedad. Muy pocos médicos querían practicarla, por lo que fue a parar a los monasterios y después, durante siglos, a manos de los barberos, muchos de los cuales destacaron como cirujanos de lesiones de piel. Las excepciones al descrédito quirúrgico en el mundo antiguo provienen, excepcionalmente, de Alejandría (s.III aC) con las ejecutorias registradas por Herófilo y Erasistrato (quienes provenían de la escuela hipocrática), en sus disecciones de cadáveres humanos, y se llegan a realizar ligaduras en hemorragias, litotomías, operaciones en ojos y hernias, y traqueotomías, llegándose incluso a utilizar procedimientos anestésicos, como la esponja soporífera empapada de sustancias narcolépticas.
Durante casi toda la larga edad media (mil años duró) persistiría la marginación de la cirugía en la sociedad, respecto a la medicina. Pablo de Egina (607-690) reivindica en el s.VII, en su obra Epítome, aspectos medulares de la cirugía obstétrica (acaso el gérmen de otra división posterior, esta vez de la cirugía en las maternidades, respecto a la cirugía general); el médico cordobés (de Córdoba, hoy ciudad española) Abulcasis en el s.XI; los médicos profesores de la escuela de Salerno en el s. XII; y los grandes disecadores de la Universidad de Bolonia en el siglo XIII; hasta llegar a Gay de Chuliac en el s.XIV, cuando publica su obra Magna Chirurgia, que influye decisivamente en la manera de abordar la cirugía hasta el periodo histórico nombrado como el renacimiento.
Entre los notables anatomistas cirujanos renacentistas destaca Ambrosio Paré, cirujano barbero, francés nacido en 1510, que fue cirujano en el Hotel Dieu de París, y escribió, entre 1563 y 1575, el tratado de Cirugía para Barberos, el Tratado de la peste y cinco tesis Sobre cirugía y heridas, para hacerse famoso cirujano.
Paré siendo cirujano del ejército francés, y sitiada Turín, en las lidias bélicas frecuentes europeas de entonces, en el azar benéfico que suele acompañar a la medicina de siempre (acaso Dios también trabaja en hospitales y leprosarios, señala Mastrolia), aplica a los heridos de pólvora un menjurje de huevo, aceite rosado y trementina, y no el aceite hirviendo que se usaba como protocolo contra las heridas para provocar una supuración que expulsara el veneno de la pólvora en la carne viva. Los pacientes mejoraron más rápido y sin tanto dolor y desde entonces se le atribuye a Paré un avance de patrimonio quirúrgico: el tratamiento limpio de las heridas con arma de fuego. Paré es un episodio singular de la historia de la medicina, pues no fue médico, y llegó a ser incluso cirujano de los papas de Avignon.
Paré hizo otros aportes a la cirugía, especialmente en aquel libro que llamó Apología, donde denuncia a los llamados factores externos (institucionales) que condicionan, y con mucha frecuencia determinan, el desarrollo de la ciencia. Paré estaba persuadido de que la cirugía no avanzaba más, porque dichos factores externos impedían su avance en el tratamiento de las enfermedades. Situación harto frecuente en el difícil camino de la medicina y su atávica lucha contra las sombras.
Desde mediados del s.XIX, las doctrinas anatomopatológicas estaban difundidas. En las escuelas de medicina del mundo ya se estudiaban las relaciones entre la clínica del paciente y las lesiones observadas en la sala de autopsias mediante los signos anatomopatológicos. Laennec (el inventor del estetoscopio) abogaba por dotar al médico cirujano una mentalidad quirúrgica, que se basaba en distinguir en el cadáver un caso patológico por los caracteres físicos que presentan la alteración de los órganos; reconocer en el vivo por algunos signos seguros, físicos e independientes de los síntomas, es decir diferenciar el trastorno de las acciones vitales; y procurar siempre la eficacia antes que el deseo del médico cirujano, para combatir las enfermedades.
Desde la doctrina fisiopatológica también se buscaban nexos relacionantes con la cirugía. John Hunter, el notable cirujano inglés, desde el s.XVIII, se había propuesto crear una patología experimental, estudiando el efecto de determinadas maniobras quirúrgicas sobre el funcionamiento del organismo, procurando conseguir los mecanismos por los cuales se producían y desarrollaban los procesos morbosos.
Era el intento de corregir mediante la cirugía, las disfunciones, que la mentalidad fisiopatológica consideraría como la esencia de la enfermedad. Con los planteamientos de Laennec y Hunter, entre otros, podría hablarse de los inicios en firme del desarrollo indetenibles posterior de la fructífera relación entre la patología y la clínica quirúrgica y el afianzamiento de la cirugía como ciencia de base clínica.
Dichos inicios distaron mucho de ser resolutivos o confiables en torno a trastornos susceptibles de ser abordados desde la cirugía. Los tres grandes obstáculos que se les presentaban a los cirujanos del periodo anatomoclínico del s.XIX fueron el dolor, la hemorragia y las infecciones. Las tasas de mortalidad de los primeros registros quirúrgicos fueron alarmantes y ante dichos resultados negativos, la cirugía rozaba de nuevo el descrédito.
El primer obstáculo vencido para recuperar la credibilidad como opción médica fue el dolor. Se abandonaron prácticas con yerbas (la mandrágora) y brebajes (alcoholes), así como técnicas poco ortodoxas (contusiones hasta dejar sedado al paciente), y se comenzaron pruebas con sustancias como el éter, el cloroformo y el óxido nitroso, en el propósito d
Entre los pioneros del uso de los llamados anestésicos, se refiere el dentista estadounidense Horace Wells quien en 1845 utiliza con éxito (sin dolor) el óxido nitroso para la extracción de un molar cariado. Poco después otro dentista, William Morton (1819-1868), utilizó el éter en 1846, en colaboración con el cirujano John Collins Warren, para anestesiar un paciente operado de tumor de cuello en el Hospital General de Boston (USA).
En 1847, un médico obstetra del Hospital de Edimburgo, James Simpson, introdujo el cloroformo como anestésico en una cesárea. El uso del cloroformo fue polémico, pues si bien es mucho más manejable que el éter, sus riesgos de uso son mayores. En 1884, el médico oftalmólogo germano Carl Kolle, aplica por primera vez la cocaína como anestésico local, evitando los riesgos de una narcosis total. Posteriormente, vista la tolerancia y reversibilidad de los anestésicos, comenzaron a popularizarse todo tipo de presentaciones: anestésicos por inhalación, por vía intravenosa, intrarraquídea, intrarectal, y en soluciones tópicas. Ya el médico cirujano podía operar con clama y precaución, sobre un paciente insensibilizado y con la musculatura relajada. Menudo salto de avance. Y fue apenas a finales del s.XIX.
El segundo obstáculo a superar por la cirugía lo fueron las infecciones recurrentes posteriores a las intervenciones quirúrgicas. La incidencia de infecciones era espectacular: casi el 70% de las cirugías. Las estadísticas de mortalidad tornaban poco menos que imposible el avance en cirugías abdominales, torácicas o craneanas. Para enfrentar las infecciones fue preciso abordar la problemática de manera interdisciplinaria: desde la microbiología fundamental hasta normas elementales de higiene pre y postquirúrgicas. Se pensaba en la asepsia quirúrgica, pero aún no existían los conocimientos para conocer los mecanismos de transmisión de las infecciones.
Fue en 1847, que un médico de Boston, USA, profesor de anatomía y fisiología de la universidad de Harvard, Oliver Wendell Holmes; y un médico obstetra húngaro, Ignaz Semmelweis, lograron observar en forma simultánea que muchas de las fiebres puerperales de las parturientas (frecuentemente letales) parecían ser provocadas por las exploraciones obstétricas que realizaban médicos y estudiantes de medicina, que venían de la sala de autopsia (donde habían estado en contacto con cadáveres). Se obligó al cirujano obstetra, estudiantes y personal asistente, a practicar higiene de manos con solución de cloruro cálcico y cambiarse de ropa antes de contactar a la parturienta. Dicha medida contribuyó a bajar significativamente la mortalidad por fiebre puerperal de parturientas. El sencillo acto de lavarse las manos minuciosamente antes de la operación vino a constituir en milagro que condujo a adoptar esta práctica de higiene en norma quirúrgica insoslayable desde entonces.
Tras el avance de los métodos de higiene de Holmes y Semmelweis, con la ya reconocida tesis microbiana de Louis Pasteur y la técnica de antisepsia de Joseph Lister (1827-1912) se consolidó la reducción de mortalidad por cirugías. Lister, en su afán de destruir los gérmenes durante el propio acto operatorio, llegó a utilizar ácido fénico pulverizado en las salas operatorias y aplicando pomadas fenicadas en los campos operatorios susceptibles de infección.
Era la técnica de antisepsia que Lister seguía al considerar que todo cuerpo estaba infectado y había que desinfectarlo en el quirófano. Se usaba el fenol para alcanzar un quirófano antiséptico. El fenol que recomendaba Lister para la antisepsia, tanto en líquido como pulverizado por toda la sala operatoria era muy irritante, inflamable y volátil, produciendo escozor ocular, intensa tos y trastornos irritativos de piel en los médicos cirujanos. Se producía la paradoja de que el paciente estaba dormido, relajado y protegido de la infección, pero la operación se convertía en un tormento para el cirujano.
La técnica de asepsia vendría después, en 1882. Contribuyó a resolver el problema que causaba la antisepsia que propugnaba Lister. La asepsia se le atribuye al médico germano Ernesto von Bergmann (1836-1907), quien propone un método preventivo para evitar la aparición de gérmenes en el acto operatorio, procurando tener un ambiente estéril.
En vez de considerar a toda herida como infectada y proceder a desinfectarla con sustancias desinfectantes pero irritantes, era mejor operar con limpieza escrupulosa y desinfectando el campo quirúrgico y los instrumentos de uso en la operación con vapor de agua. Desde 1886, Bergmann utilizó guantes esterilizados e instrumentos esterilizados con vapor de agua, así como el campo y el ropaje de cirujano y ayudantes. Resultó mejor evitar (prevenir) la infección que suponer que siempre existe infección y combatirla con irritantes. Con la doctrina de la asepsia se ratificaban las tesis de Pasteur: “Si yo tuviera el honor de ser médico cirujano, persuadido como estoy de los peligros a los que exponen los gérmenes de los microbios extendidos por las superficies de todos los objetos, no sólo utilizaría los instrumentos más idóneos, sino que, tras lavarme las manos con el mayor de los cuidados, no emplearía más que hilos, vendas y compresas previamente expuestos a un aire calentado a temperaturas de 130-150º”. Tras la comprensión de las tesis microbianas y la irrupción de la asepsia y la antisepsia, ambas doctrinas se complementan y constituyen desde entonces normas quirúrgicas de obligatorio cumplimiento por los médicos cirujanos.
El tercer desafío a vencer por parte de la revelación quirúrgica fue la hemorragia. Fue un frente de batalla de múltiples bandos y diferentes tiempos. En la antigüedad, para detener la hemorragia se utilizaban torniquetes, compresiones diversas, frío, cauterización e incluso ligaduras vasculares. En el s.XIX los avances en técnicas de hemostasia, se afianzaron en el pinzamiento sobre los vasos sanguíneos expuestos durante la intervención quirúrgica, o la ligadura o sutura de los vasos que irrigan la zona operada, con el uso de pinzas dotadas de un adecuado sistema de cierre vascular.
El otro gran frente de batalla fue alcanzar la confiabilidad de las trasfusiones sanguíneas como arma eficaz en contrarrestar las hemorragias quirúrgicas. Desde el s.XVII se venía intentando hacerlo pero con resultados desalentadores por la elevada mortalidad en pacientes sometidos a cirugías. Influyó el descubrimiento de los grupos sanguíneos, sus compatibilidades e incompatibilidades, atribuidos al médico austríaco Karl Landsteiner, investigador en el Instituto Rockefeller de Nueva York, quien desde 1900 inicia una serie investigativa sobre las reacciones de los anticuerpos en el suero sanguíneo.
Sería en 1907 que Karl Landsteiner realizaría las primeras transfusiones con grupos sanguíneos humanos diferenciados en grupos A, B y O, en el Hospital Monte Sinaí de Nueva York, en una intervención quirúrgica realizada por el cirujano Rubén Ottenberg. Luego del sólido aporte de Landsteiner, que recibiría el premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1930, la cirugía pudo avanzar con menor riesgo inmunológico y hemático su indetenible trayecto.
Una vez controlados aspectos como el dolor, las hemorragias y las infecciones y las incompatibilidades sanguíneas, la cirugía tomó decisivo vuelo. Comenzaron a realizarse cirugías cada vez más complejas. Desde la extirpación de lesiones anatómicas (aquellas que recomendaba la doctrina anatomoclínica) hasta aquellas correcciones de disfunciones en la aspiración de devolver funcionalidad al cuerpo humano, como lo planteaba la doctrina fisiopatológica.
Teodoro Kocher (1841-1917), médico suizo, es quien inicia las cirugías experimentales pioneras en torno al trastorno del Bocio, que sirvieron para avanzar en la cirugía glandular de Tiroides. Kocher perfecciona el control de sangrado operatorio y redujo la mortalidad de la extirpación de tiroides del 10%.
Paulatinamente el cirujano fue ganando terreno, desarrollando operaciones en un órgano tras otro, y se fue consolidando la denominada cirugía general moderna, que alcanza su apogeo en el s.XX. En el abdomen fue la palpación de masas tumorales la que favoreció su evolución. De la oforectomía (extirpación de quistes o resección de partes de ovarios preservando cierto nivel de fertilidad) se pasó a la colecistectomía (la apertura de la vesícula biliar afectada y el vaciamiento de su contenido), hasta nefrectomías (extirpación de un riñón), se convirtieron en operaciones frecuentes, que venían a superar dolorosas estancias de pacientes.
Tanto la capacidad exerética como la restauradora de la cirugía se han multiplicado, refinado y diversificado gracias al impresionante desarrollo científico y tecnológico que ha alcanzado la ciencia quirúrgica. La cirugía en el s.XX también se ha especializado. Entre las primeras ramas escindidas de la cirugía general está la obstétrica (durante siglos en manos de comadronas) al ver los cirujanos que la labor de parto cuando se alargaba más de 24 horas surgían complicaciones, hecho que favoreció la cesárea; o la ortopedia que surgió de la preocupación de los cirujanos por resolver problemas congénitos que impiden a los niños alcanzar la posición ortostática (mantenerse de pie), para luego fortalecerse en la lesión traumática ósea, cuando Mario Smith Petersen introduce los clavos metálicos destinados a la unión de los extremos de una fractura.
A finales del s.XX aparecen dos aportaciones de la bioingeniería, que cambian radicalmente la concepción y praxis quirúrgica: la cirugía laparoscópica que permite cortar o unir estructuras sin tocarlas, y la cirugía robótica en la cual el cirujano se convierte en un experto de computación, manejando instrumento multifuncionales colocados previamente en el cuerpo del paciente, manipulados a distancia, por una computadora que, a su vez, guía a un robot que realiza la operación en el paciente.
Quizá el atardecer del médico cirujano tal como lo conocemos hasta el s.XXI; o un redimensionamiento del papel del médico cirujano para incrementar la calidad de su misión de contribuir a salvar vidas, se divida en esa suerte de péndulo de debate entre las manos del antiguo barbero y la robótica quirúrgica emergente, péndulo que sostendrá de comando, el Cronos eterno.