Indicios por algunos “orígenes”
Otros, en cambio, piensan que puede tener menos años: el cráneo del parantrhopus de Olduvai, descrito por Louis Lackey en 1959, y el pitecantrophus erectus de Java, que Eugene Dubois encuentra en Java entre 1891 y 1892, y que, probablemente sean nuestros más remotos antecedentes, viven desde hace apenas unos 2 millones de años. No hay acuerdo aún en s.XXI, qué duda cabe. Nos quedamos, años más, años menos, con una expresión un tanto paradojal de Carl Sagan: “el mundo es viejísimo y el ser humano sumamente joven”.
Y si nuestro globo terráqueo inflado escasamente es viejísimo como lo sustentan diversas teorías, qué quedará para el universo que incluye a la tierra, no precisamente uno de los planetas más grandes en tamaño. Unos trece mil setecientos millones de años, con 1% de error, sentencian desde la NASA-USA como la edad del universo. Y su formación lo testimonian dos teorías, una desde la fe y otra desde la ciencia, en la seguramente viejísima divergencia. Ambas tesis resisten cierto paso del tiempo, como la teoría creacionista, cuyo dictum expone que toda la tierra y las criaturas que la habitan provienen de la voluntad creadora de Dios y es intemporal e indiscutible.
La teoría de numerosos físicos y astrónomos llamada Big Bang, designada así a modo de sorna por el astrofísico Fred Boyle, tras una primera revelación del átomo primigenio del sacerdote y también astrofísico Georges Lemaitre, alude a la gran explosión iniciática expansiva de un estado denso y caliente generando el universo como una singularidad espaciotemporal. El lío es que se mantiene en constante expansión, e incluso, en aceleración, explicando la creación terráquea como parte de ese conglomerado de galaxias donde habría o no vida.
En cuanto a la aparición de los seres vivientes sobre la tierra (hecho más reciente, aunque sea viejísimo, insistimos con Sagan) existen diversas teorías acerca de cómo apareció y cómo evolucionó el humano (y el resto de criaturas) sobre la tierra. Muchas hipótesis, hoy vistas como alucinantes, atestiguan conclusiones, algunas de las cuales se refieren para testimoniar su franca obsolescencia, al tiempo de prolongar nuestro desconocimiento de “origen”. La llamada teoría de la generación espontánea, por ejemplo, que planteaba el origen de las criaturas de manera “natural” a partir de materia orgánica e inorgánica o combinadas, descrita incluso por Aristóteles y sostenida hasta el s.XVIII, cuando Francisco Redi en el año 1668; Lázaro Spallanzani en 1769, y, finalmente Louis Pasteur en 1861, demostraron que todo ser vivo provenía de otro ser vivo, estableciendo una verdad como respuesta, pero manteniendo eterna la pregunta sobre la biogénesis: si los seres vivientes no surgían “espontáneamente” ¿de dónde provenía ese primer ser vivo?.
La teoría de la panespermia, acuñada por Hermann Richter en 1865, es otra explicación sobre nuestro “origen” que supone la visión exobiológica de vida universal, pues se sostiene que la vida proviene de otras partes del universo que fecundaron semillas en la tierra. La panespermia ha sido defendida hasta por un premio nobel de química, el sueco Svante Arrhenius quien, en 1908, usó el término para explicar el comienzo de la vida en la tierra, mediante moléculas complejas que habiendo “aterrizado” se combinaron con aminoácidos e iniciaron las reacciones químicas “necesarias” para que hubiera vida en la tierra.
Anaxágoras de Clazomenas (s.IV aC) en la Atenas antigua, había adelantado, digamos una pre-versión de esta teoría, pues a quien muchos atribuyen la noción de pensamiento, consideraba que el “nous”, era un fluido extremadamente sutil capaz de filtrarse por entre los recovecos de la materia, y así causaba la vida, originada en algún punto del universo, cuando un poder infinito -y racional- había enviado a la tierra, en cometas y meteoritos, la sustancia suficiente para que se conformaran criaturas.
Otra tesis, relativamente reciente, y que roza los pretendidos orígenes, es la propuesta por Alexander Oparín, en 1922, y que llamó “Teoría de lo coacervados, para explicar el origen de la vida”. Sostenía el biólogo ruso, que “los seres vivos surgen de glóbulos estables de proteínas mantenidas juntas por fuerzas electrostáticas que tendían a autosintetizarse en macromoléculas de nucleoproteínas precursoras del material genético que se conoce”. Sin comprobación falsable, el mismo Oparin muere, acaso sin creer demasiado en su teoría, pero tuvo tal difusión que apareció descrita en casi todos los libros de biología del mundo.
Stanley Miller, bioquímico, ornitólogo estadounidense, discípulo de Harold Urey, prestando atención a la teoría de Oparín, demostraría, en el cercano año de 1950, que las moléculas orgánicas necesarias para la vida podían formarse a partir de componentes inorgánicos, representando el inicio de la abiogénesis experimental: en un tubo se mezclaban gases con agua y provocaban en dicho compuesto chispas eléctricas, dando como resultado el consumo del metano y el amoníaco; quedando dos gases fundamentales dentro del tubo, que eran nitrógeno y monóxido de carbono, produciéndose un material (caldo) oscuro debajo del agua. Ese caldo contenía cuatro aminoácidos de los veinte necesarios para que la vida exista y aún con la evidencia alcanzada, Miller ni Urey pudieron “probar” que la vida podía surgir a partir de materiales inorgánicos simples. Cabe decir el desarrollo evolutivo de la vida en la Tierra sigue dando que hablar.
Desde la creencia en que las cosas evolucionan, surgió una de las teorías más populares y conocidas, ya no para explicar lo “genésico” o el origen de los seres vivientes, sino como iban cambiando y adaptando las especies para sobrevivir. La teoría evolutiva o de la evolución de las especies, propuesta por Charles Darwin en 1859, es reconocido como un intento mediador y transicional que hace énfasis en los cambios fenotípicos y genéticos que han originado la diversidad de formas de vida que existen sobre la tierra, a partir de un antepasado común. En el caso del ser humano, Darwin plantea que la especie humana ha surgido por evolución de primates antecesores, mediante procesos de especiación y de extinción. Todo proviene de “un último antepasado común universal que existió en la tierra” hace unos cuatro mil años. Lo que significa una respuesta que resuelve parcialmente el asunto pues grosso modo ¿De dónde proviene el mono?
En el interín del s.XXI, el asunto se ha mantenido en controversia. El menudo desafío de responder de dónde proviene ese primer ser vivo y cómo se había formado el sustrato donde ha sobrevivido es una tela tan larga que habla diariamente de nuestra incerteza de origen. En el consenso entre investigadores de los probiontes, y sobre las dudas de la interrogante crucial, se acepta que hubo un antepasado común universal (Darwin, dixit); y a partir de allí las hipótesis florecen: la existencia de moléculas auto replicantes como el ARN o fábricas de células simples (nanocélulas); o bacterias no tan especializadas (cianobacterias), que pueden haber estado en ese justo momento cuando el primer ser viviente dijo estar listo para habitar la tierra.
Si es así en la conjetura de la emergencia del primer viviente en la tierra, ni que hablar sobre las incógnitas y las hipótesis en la creación del universo que testimonian que el inicio del trayecto tiene mucho recorrido aún por indagar. En el marco de la teoría del Big Bang (que sigue siendo una de las tesis más aceptadas por la ciencia) se precisa, junto a los avances de la telescopía, que el proceso de formación y expansión del universo se ha venido amenizando con grandes explosiones cuya sedimentación han podido conformarse en espacios que constituyen planetas (pensar en el replanteamiento de los agujeros negros, que desdice parte de la supremacía formadora del bing bang y que preludia una larga discusión en torno al difícil y escurridizo origen de todo).
Menudo lío aún para saber de la casa y de nosotros mismos en cuanto a orígenes. Pero en plan aventura didáctica y aproximativa, tengamos como asumido el universo ya formado (y formándose), y dentro de él, un ser vivo como el humano, evolucionando (y adaptándose) en un planeta que habitamos (la Tierra), y todo ello en un fluir complejísimo que abreviamos en eras geológicas, que nos ilustran desde la paleontología, incluso con su duración estimada y reconocidos hallazgos evolutivos en ellas contenidos: Arcaica (Agnostozoica). Primaria (Paleozoica). Secundaria (Mesozoica). Terciaria (Neozoica). Cuaternaria (Antropozoica).
La era arcaica (también llamada agnostozoica) duró unos 2.500 millones de años. Durante ella se formaron la corteza terrestre y el mar. Los restos orgánicos no son reconocibles, de allí que haya poca de alguna historia, más allá de la recurrente e inevitable charlatanería, especialmente divulgada por algún famoso canal de televisión. Le siguió la era primaria (o era paleozoica) con una duración estimada en 300 millones de años. Fue de relativamente corta duración, pero en ella aparecieron los animales y las plantas en varios períodos: el cámbrico donde aparecieron los animales invertebrados marinos; el silúrico periodo en que surgieron los animales terrestres, vertebrados marinos, y primeras plantas terrestres; el devónico cuando por primera vez se registran vertebrados aéreos; el carbonífero caracterizado por la formación de la hulla, aparición de los reptiles y los anfibios; y, finalmente de esta era arcaica se clasifica el periodo pérmico con el desarrollo de otros reptiles, y la aparición de las primeras coníferas. En el pérmico también se registran grandes erupciones volcánicas.
La era secundaria (o mesozoica) alcanzó a cubrir un período de tiempo estimado en 140 millones de años y se le divide en tres períodos: triásico (con proliferación de reptiles y anfibios; el periodo jurásico con grandes reptiles voladores, aparición de los insectos y las aves y el período cretáceo con la aparición de los lagartos, serpientes y aves denticuladas.
La era terciaria (a menudo designada como neozoica, aunque aún no sabemos por qué, recuérdese el lío de los orígenes) cubrió la estela de 60 millones de años y es dividida en cuatro períodos: el eoceno, donde aparecen los mamíferos placentarios y las plantas actuales; el oligoceno y aquí llegan el agua pero en cauce y se forman los ríos; el mioceno cuando se terminan de forman los volcanes como para recordar la tragedia como un sino; y finalmente el período plioceno, donde continúan formándose la fauna y los peces.
La era cuaternaria (o antropozoica, aquí un detalle que estriba en que aparece el humano sobre la tierra, de allí el helenismo anthrópo) comprende un millón de años y se divide en dos períodos: el pleistoceno (diluviar) que comprende el paleolítico. Es el tiempo de los glaciares, el mamut y la aparición del ser humano, si bien lejos del humano actual ya con bastantes rasgos de parecido; y el período Holoceno (aluviar) que comprende el neolítico y la edad de los metales.
Desde que se registra el trabajo con la piedra y el uso del fuego se constituyen los hitos que diferencian al humano de los demás primates. El estudio de la evolución hasta el homo sapiens pasa por diversos procesos: el pitecantrophus, los australophitecos, los ramaphitecos, y el homo habilis, fueron el mismo linaje pero con distintas facciones. Quizá aplique que de espinas salían flores, según el proverbio popular. Otra clasificación se obtiene según el material que se utilizaba para hacer las herramientas. Es así que la era primitiva del ser humano se divide en tres grandes períodos denominados desde la paleontología como edades de piedra, de bronce y de hierro.
La edad de piedra se divide en paleolítico (período antiguo de la piedra), mesolítico (período medio de la piedra) y neolítico (período moderno de la piedra). El paleolítico y el neolítico se dividen a su vez en inferior y superior. Las primeras herramientas del ser humano fueron las hachas de piedras. El paleolítico inferior terminó con el inicio de la tercera glaciación. Murieron muchas especies de animales; pero el hombre aprendió a producir fuego. El ser humano baja del árbol, adquiere la bipedestación y se protege de la intemperie viviendo en cavernas.
El humano más o menos parecido a nosotros hoy, se forma en el paleolítico superior y aparecen también las diferentes razas. Únicos y diferentes desde el principio. La horda primitiva da paso a la comunidad. Cabe decir, la familia viejísima, fue horda, que hoy es moral y cívica mediante, un poco más tolerante.
Es así que, en la horda humana, en el mesolítico y en el neolítico, autores resaltan el matriarcado (sociedades primitivas regidas por mujeres madres) y el papel del hombre padre que se dedica a cazar y colectar para sobrevivir y a proteger la horda de amenazas externas, como responsabilidades predominantes. De allí que acaso le fuera más fácil adquirir fuerza y astucia. No había, en todo caso discusión de predominio sino un evidente sentido de cooperación en la sobrevivencia.
El humano padre de entonces aprovecha para pensar como cazar mejor e inventar el arco y la flecha. Se domestican los animales. La mujer madre preferentemente cocina la comida en vasijas de barro. Al final del neolítico superior la piedra es pulimentada y nacen la agricultura y la ganadería. Con el desarrollo de la agricultura y criar animales (el conocer algunas yerbas y legumbres y experimentar que no eran venenosas sino comestibles, amén de alcanzar el arte de domesticar animales y el manejo del metal por su fuerza para fabricar utensilios) sumado al background de la caza habilidosa y la seguridad protectora de la horda se consolida el patriarcado (las sociedades regidas por hombres).
En el neolítico -nos han dicho- termina la prehistoria, término equívoco a la luz de la historia omniabarcante. Cabría decir mejor, visto lo visto y por ver, que aún en nuestros días digitales de vida líquida, solo podemos atestiguar algunos indicios por algunos orígenes de la maravilla de existir.