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Para algún recorrido (mínimo) de la bioética clínica

Foto: Salvador Ambrosino
Desde las premisas aristotélicas del bien humano y el desarrollo de virtudes, se sigue alertando sobre la necesidad de una base ética mínima que pueda conseguir la aceptación de todos y hacer sostenible la convivencia y la preservación de la dignidad humana donde fuere necesario. En ese marco cada vez más extenso, y esquivo, se alude a la necesidad de observar lo ético en lo clínico. La bioética para la clínica corresponde a un espacio para la atención de los dilemas y conflictos humanos que es menester afrontar en las denominadas ciencias de la salud, especialmente referidas a dilemas del principio, transcurso y final de la vida, entendida la vida como supravalor de las personas. 

En 1926, Fritz Jahr -un filósofo, teólogo y profesor germano- había publicado en la revista Kosmos, dedicada a divulgar ciencias naturales, dos artículos pioneros, donde acuñaba por primera vez el vocablo Bioética. Lo hacía desde un imperativo bioético, acaso en la influencia del reconocido imperativo kantiano. Desde aquel interés de Jahr por observar una ética con los animales de experimentación y revisar los intereses de la investigación científica, el bosque bioético se ha ampliado notablemente.

Para el propósito de aproximarnos a la bioética clínica encontramos asideros considerados pioneros: los distinguidos por André Helleger, desde la Universidad de Georgetown, que funda en 1971 el Instituto Kennedy de Bioética, en su convicción de “diálogo transdiciplinar entre medicina, filosofía y ética, cuyo resultado debe ser la inserción bioética en los problemas biológicos”; los documentos del casi paralelo Hastings Center, fundado por  David Callahan y Wayne Gaylin, con el propósito de “proveer una normativa que regulara las experimentaciones”, que en aquel tiempo se realizaban sin control ni escrúpulos. También de suprema utilidad al aula los principios de la ética médica que en 1979 formulan Tom Beauchamp y James Childress, hoy aún soporte para deliberar en torno a decisiones con implicancias de justicia, autonomía, maleficencia y no maleficencia; sumado a la monumental Enciclopedia de Bioética, cuyo curador Warren Reich culminara en 1978,  así como abrevar de las “virtudes en la práctica médica y los modelos de análisis de casos útiles a la bioética clínica” de David Thomasma y Edmund Pellegrino; y los aportes fundamentales de Diego Gracia, desde el Departamento de Medicina Preventiva, Salud Pública e Historia de la Ciencia, de la Universidad Complutense de Madrid, con cerca de medio siglo de lecturas imprescindibles en torno a la bioética. Por todos estos “bosques” trasuntan nuestros perdigones en el aula.

La bioética, en forma literal significa “ética de la vida”. Incluye genéricamente como subconjuntos “las “éticas” estrechamente relacionadas en investigación biomédica, en investigación social, en salud pública, en medioambiente y en medicina. Nos interesa en el aula aproximarnos a la bioética clínica, también llamada bioética hospitalaria, que tiene que ver con las decisiones que hay que tomar en un momento determinado en situaciones que surgen, la mayor parte de las veces, dilemáticas, en la atención y cuidado en la salud y la enfermedad, o, como también algunos autores propugnan, el principio, transcurso y final de la vida. Tangencialmente abordaremos la bioética de las investigaciones científicas, pues resulta particularmente útil en la revisión de protocolos de investigación biomédicas. Ambas tienen sus orígenes en el siglo XX. La bioética de las investigaciones con seres humanos proviene, por ejemplo, de una jurisprudencia aceptada entonces de manera universal: la emitida por el Tribunal de Nuremberg, en 1947, en el que se castigó a veintisiete médicos nazis acusados de crímenes de lesa humanidad en la segunda guerra mundial, surgiendo el Código de Nuremberg. Tiempo después, en 1964, la Asociación Médica Mundial hace del conocimiento mundial la llamada Declaración de Helsinski, donde se establecen una serie de derechos de los pacientes y, en 1972 la Comisión Nacional para la Protección de Seres Humanos de los Estados Unidos de América emite el Informe Belmont como una forma de contrarrestar y en consecuencia normar, algunos criterios considerados excesivos en procesos de investigación o atención médica en seres humanos. Igualmente el Informe Belmont sirvió de fundamental eje vertebrador para la conformación y funcionamiento de los llamados Comités de Bioética Hospitalaria, que proliferan por el mundo.

El sustrato desde donde emerge la bioética clínica como referente ha estado vinculado a diversos movimientos surgidos en torno a la protección de derechos de los pacientes, a la libertad de decisión sobre el cuerpo y la vida misma, y aspectos relacionados a la equidad en los servicios de atención en salud y sus interpretaciones de justicia. El llamado paciente tiene derecho a conocer y recibir información sobre el diagnóstico y la terapéutica aplicada (en una época en la cual los médicos no lo revelaban) e incluso puede evitar la aplicación de medidas extraordinarias para sostener la vida. Buena parte del empoderamiento del paciente en torno a sus derechos proviene de la compensación a los avances que en biotecnología -y su aplicabilidad en la práctica médica- han surgido y que permiten mantener el cuerpo vivo, aún en contra de la voluntad del paciente.

En escenarios para la bioética para la clínica se delibera y decide en torno a realidades que desafían los presupuestos del pensamiento humanista. El principio y final de la vida, la investigación en seres vivientes, la enfermedad y la dignidad de la persona enferma, en el sitio donde predominantemente se trata, el hospital, o en el laboratorio donde se trabaja para afrontar la enfermedad y procurar salud, constituyen especie de autopistas por donde transitan los afanes dilucidatorios de la bioética clínica.

La enfermedad, por ejemplo, requiere atención, generalmente en esa casa designada hospital, y, por tanto, cuidados, en la interrelación que se establece entre personas: profesionales sanitarios y personas que padecen una enfermedad. En este reconocido y a menudo socorrido escenario de actuación clínica y administrativa, se asoma la emergencia de lo bioético. ¿Cuándo? La inequidad en la atención a la persona enferma, las injusticias cometidas en el tratamiento de la enfermedad, incluyendo la sobrestimación de las bondades de la medicina, los conflictos devenidos del vertiginoso desarrollo de la biotecnología, especialmente cuando generan situaciones de indignidad, así como las problemáticas de coexistencia entre las personas (profesionales sanitarios) que atienden personas (llamados pacientes), han posibilitado la necesidad de crear espacios interdisciplinarios para alentar la búsqueda de ágoras de tenor deliberativo, para producir consensos (aunque sean mínimos) donde está implícito el comportamiento humano de vivir dignamente la circunstancia de la enfermedad.

Después del trasiego aristotélico, los ecos de Kant en el presupuesto pionero de Jahr, los diques de Helleger, Callahan y Gaylin, los principios de Beauchamp y Childress, la jurisprudencia de Nuremberg, las preocupaciones reflejadas en el Informe Belmont, los derechos de los pacientes de Helsinski, los intereses metódicos y divulgativos de Thomasma, Pellegrino y Gracia, por citar solo algunos referentes, de muchos otros, la bioética a la que aludimos es fundible a la ética del cuidado sanitario, situado éste en la razón sensible y en su expresión racional de justicia. El ejercicio de humanismo que enfatizamos, implícito en la bioética para la clínica, se pregunta (y preguntará) siempre por la posibilidad de construir un sentido a la existencia reconociendo el marco de conflictos de interpretaciones de lo humano: poder decidir, respetar y ser respetados, ser justos si esa justicia es compartida, es consensuada, entre personas, unas desde la profesionalidad sanitaria y otra desde la condición de persona que padece una enfermedad. Es ese el intento de fusión del humanismo y la bioética para la clínica que propugnamos en la atención a la enfermedad.

La bioética para la clínica ha de ser entonces, en la iteración que sostenemos, un foco de humanización, un lugar privilegiado de lucidez, en donde los verbos cuidar y curar se conjugan también en dignidad y se hacen en substantia humanista. Una posibilidad insoslayable que se suscribe en valores plenos de motivación y voluntad; en la empatía y el respeto, en la justicia y el deber, entre la persona que es profesional sanitario y la persona que está aquejada de la enfermedad. Esto difícilmente podrá alcanzarse, desde luego, si el hospital, por ejemplo, opta por ser en lo ético una especie de casa de nadie, o en otras palabras un reducto de la negación de la sensibilidad por estas premisas que se mencionan. Ha de ser, en la inquietud que nos anima, hogar común, donde dichos profesionales sanitarios, sujetos con valores en compromiso, éticos y científicos, compartidos y públicamente manifestados, procuran ejercer su vocación profesional de servicio a personas, a pares en la transvivencia común y hasta ahora ineludible que nos corresponde como humanos.

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