Muerte en la clínica

El hospital es una institución de realidades paradójicas. Allí se salvan vidas, pero ocurre también la muerte. En el recinto hóspito no todos los que acuden o son llevados allí, bien sea por urgencias o por consulta médica cualquiera, padecen una enfermedad; hay quienes van hasta allí a prevenir una enfermedad gozando de salud satisfactoria, o la gestante acude al alumbramiento (parir, dar vida). La muerte biológica sucede en lo clínico y se simboliza como evento indeseable, marginal, pocas veces aceptada como trayecto doloroso pero natural y recurrente.
De cierto -y muchas estadísticas lo destacan- es el sitio físico donde más personas mueren. No obstante, integrar la muerte en la cotidianidad hospitalaria no se cursa, se aprende, desde el ángulo de los profesionales sanitarios en la observación de costumbres y comportamientos de otros profesionales; en el caso de los familiares del paciente fallecido, en la legitimación cultural, no sin duelo, de un proceso más de la vida misma.
La muerte nos indica, desde lo biológico, que las células y las moléculas inician su cese; para los profesionales sanitarios constituye un momento de verdad reveladora de que todo se ha consumado; históricamente que ha acabado el tiempo, el de cada uno, y en lo técnico-administrativo y existencial supone asomarse a un abismo de incertidumbres, que cuesta manejar, especialmente si se quiere controlar entornos conexos al hospital.
En el hospital como conglomerado de valores, creencias, rutinas, tradiciones, se configura un universo simbólico en donde se generan una serie de expectativas en cuanto al desempeño de los diferentes roles del profesional sanitario dentro de la institución hospitalaria. El hospital, creado como institución para salvar vidas, es sede de una realidad que es antípodas: la muerte de los pacientes que alberga. Para quienes cuidan y curan dentro del hospital tratar con la muerte del otro que es paciente se anticipa a la propia muerte, como fenómeno no deseado, pero recursivo e inmemorial.
La noción de la muerte en el mundo occidental ha tenido cambios notables. La muerte en las sociedades primitivas, por ejemplo, se relacionaba con una continuidad del muerto hacia otro mundo y se asociaba a las necesidades comunitarias existentes. El muerto incluso podía regresar de su muerte e influir en el destino de las personas vivas y en la colectividad en general. Para el hombre primitivo moría una pequeña parte de la persona (un cuerpo más pequeño dentro de uno más grande que le servía de habitáculo). La inmortalidad era una creencia extendida y por tanto el muerto era considerado un vivo más en situación de trance o de regreso.
Los ritos mágicos de estas sociedades primitivas pretendían devolver la muerte, propiciando condiciones para el regreso de la vida, tales como danzas con fuego, juegos de colores y otros rituales. Se aspiraba regresar al muerto, o que éste no se descompusiera para poder vivir cerca de parientes, descendientes o congéneres. Apolo y su hijo Asclepios, dioses sanadores de la mitología griega, evidencian su relación con la muerte y el morir desde ángulos distintos y congruentes. Apolo, es un dios que apuesta por la salud y la belleza y teme a la muerte. Para espantarla transmite enfermedades con sus flechas para que el desenlace sea rápido, sin sufrimientos ni estancias prolongadas.
Quirón, el centauro amigable y yerbatero, es herido grave por una lanza contaminada del veneno de la Hydra. Aun siendo inmortal, decide morir para no seguir sufriendo. Asclepio, es salvado por su padre Apolo para que pueda crecer y sanar a otros. Comparte con Atenea la sangre de la Gorgona, la que mata instantáneamente o da vida a los muertos. Semejante paradoja nos viene de la maravillosa escópica teúrgica helénica. Es así como Asclepio, utilizando la sangre de la Gorgona Medusa resucita a los muertos, pero esto provoca la ira de Zeus que lo fulmina con su rayo y es enviado al hades, último destino de los mortales para que, aun siendo un dios, pueda experimentar por sí mismo el destino que les está deparado a los mortales. Esto hizo que a los griegos Asclepios les pareciera un dios más amable y benévolo pues consideraban que era un dios que sanaba porque conocía lo que era morir.
Como un fenómeno biológico y social la muerte no evita controversias en torno a la pregunta ¿Cuándo morimos clínicamente? El criterio de muerte cerebral como circunstancia determinante de la muerte y figura médico-legal es reciente y proviene del comité Ad Hoc de la facultad de medicina de la Universidad de Harvard, publicado en 1968, y acogido por la mayoría de los sistemas sanitarios del mundo occidental. Tras este criterio para definir la muerte, paradójicamente, se producen beneficios en términos de procurar salud pues se facilitaron los trasplantes de órganos. Pacientes cuya función cardio-respiratoria esta artificialmente sostenida, pero que sufrían de un daño cerebral irreversible, eran donantes de órganos para otros individuos con mejor pronóstico.
Uno de los criterios para determinar la muerte es la llamada muerte cerebral. Al respecto, Youngner, en apoyo al criterio de muerte cerebral, agrega las dificultades que surgen para considerar muerto a quien está consciente, pero todas sus funciones vitales, salvo esa, son asistidas por aparatos. La apuesta a favor de considerar la muerte como el daño irreversible de la corteza cerebral que afecta a la conciencia, se apoya sobre la idea de que los seres humanos somos mentes incorporadas o materializadas, que no somos reducibles a nuestro cuerpo, de tal suerte que la persona puede morir, pero no así el organismo.
James Bernat, es quien introduce la distinción entre muerte encefálica y estado comatoso, como síndromes clínicos distintos. En el coma, el individuo no tiene percepción de ello y es pasajero o te lleva a la muerte; mientras que el estado vegetativo con mínima conciencia son trastornos mayoritariamente crónicos. Alega Bernat que aún en el s.XXI persiste la confusión entre muerte cerebral y la muerte o incluso en qué consiste estar vivo o estar muerto.
Hasta 1950 se consideraba la muerte cuando cesaban las funciones vitales tales como la cerebral, la cardiaca y la respiratoria. Con los adelantos biotecnológicos incorporados a la práctica médica, que permiten mantener con vida artificial a pacientes, la llamada muerte clínica no es un concepto sólido.
Prestos a precisar un ámbito tan complejo como la muerte del ser humano, es inevitable practicar un cierto juicio de calidad sobre la vida, o si se quiere, discriminar como definitoria del vivir alguna de nuestras funciones y no así otras, aunque se trate de funciones típicas y exclusivas de organismos vivos. Siendo así, la conciencia parece la candidata más plausible y con ello el criterio ineludible de muerte basado en la cesación de la actividad de la corteza cerebral.
Por otra parte, la muerte, además de un proceso biológico como lo hemos visto, es también, y paralelamente un fenómeno social porque estando vivos, el ser humano puede estar desvinculado de los propósitos que mueven a una sociedad (producción de bienes, socialización y tareas colectivas para la sobrevivencia) y por tanto ser considerado como muerto. Igualmente, con la muerte se incorporan una serie de aspectos sociales como el luto y el duelo, que expresan la tristeza y el dolor por la muerte de alguien apreciado en el seno familiar o la sociedad.
En la vía contraria al morir, algunos autores adosados al muro del transhumanismo, sostienen que los avances genómicos, en caso de que el envejecimiento, es decir la muerte, está incluida en el mensaje hereditario, localizar su origen, intervenir directamente en su proceso, e incluso quizá hasta detenerla en su misma fuente. Un día, el afán de eternidad del hombre, o su heredero, podrán corregir el mensaje genético, y hasta hacer desaparecer la muerte. Michel Rose sostiene que tal vez no sea un disparate pensar que la humanidad alcanzará algún día la inmortalidad. Para Rose envejecer, por ejemplo, no es un universal biológico y la llamada ciencia de la extensión vital, se desarrolla a pasos vertiginosos y posee un cuerpo de fundamentos teóricos y experimentales que podrían, incluso, dar al traste con la muerte.
Otro aspecto relacionado con la muerte y que ha tomado auge de conocimiento para la clínica hospitalaria a finales del s.XX es la eutanasia. El término eutanasia (del griego eu, que significa buena y thanatos, que se dice muerte) es objeto de una de las demandas sociales más intensas de nuestro tiempo: la de poder morir en buenas condiciones. La vida de ser sacrosanta e indisponible, pasó a ponderarse ahora con otros valores como la libertad y la dignidad. La idea de un final hospitalizado, alargado y posiblemente doloroso, amén de costoso para los familiares que los sistemas de salud y la propia práctica médica han difundido en la sociedad, ha conllevado a pensar en la garantía de una buena muerte, de ser inevitable que sea económica y sin sufrimiento. Los desacuerdos en torno a la eutanasia son diversos y de difícil consenso. Dichos desacuerdos, a través de la historia de la humanidad, han girado en torno a modalidades de conducta, voluntad del paciente y los móviles y circunstancias en que se produce la muerte.
A partir de la segunda mitad del s.XX, el debate sobre la eutanasia en el se ha intensificado notablemente en el hospital y los comités de bioética clínica hospitalaria. Se coincide en la posibilidad yo necesidad de legalizar y regular la eutanasia. Resolver si un enfermo terminal o con graves padecimientos difíciles de soportar, con capacidad de decidir, tiene derecho a poner intencional y voluntariamente fin a su vida, él mismo o con ayuda médica (suicidio asistido) o por medio de un tercero (eutanasia activa directa) constituye el aspecto medular de la discusión.
En tan difícil situación, el debate transcurre sobre la oportunidad o no de promulgar una norma que regule pormenorizadamente la colaboración del médico o de otros terceros en la decisión del enfermo de disponer de su propia vida en determinadas circunstancias. Mientras, en muchos países de Europa y en los Estados Unidos, se multiplican posiciones a favor y en contra de la eutanasia, lo que si resulta innegable es que se ha dado el pistoletazo de salida, desde lo constitucional a lo médico, para despenalizar la asistencia al enfermo en la procura de una muerte digna y sin dolor.
La muerte es la mayor de las amenazas de la clínica en el hospital. Suele aparecer tras la enfermedad pero la vida sigue y el resto de pacientes siguen teniendo probabilidades de afrontar la enfermedad y recuperar la salud. De manera que integrar la muerte en la clínica es un asunto de primer orden, en tanto familiarizarse con ella, tiene una importancia extraordinaria, porque de ello depende la capacidad que desarrollen los profesionales sanitarios para seguir realizando su trabajo, para no paralizar su actividad cotidiana.
La dinámica hospitalaria de la muerte discurre frecuentemente con el paciente moribundo que es tratado de manera paliativa, cuando no de urgencia ante un cuadro traumático grave y pese a todos los recursos utilizados, fallece. Casi inmediatamente el cuerpo del fallecido es retirado de la cama de hospitalización o la sala de urgencias o quirófano y en cierto modo ocultado en una morgue, hasta cumplir el imperio de los trámites para su óbito. El decurso de la muerte en el hospital puede generar angustia en otros pacientes, por la muerte del compañero de habitación, por tanto, se recurre ocultando al fallecido para cuidar la salud del paciente que vive. La muerte podría considerarse la máxima expresión de desviación social y la diferencia (lo desviado), es percibida como amenaza y es rodeada de misterio y estigma.
La muerte es un viaje sin regreso, ya se sabe hasta nuevo aviso; es separación emocional efectiva y descomposición celular inminente; es un momentun pronosticable en caso de enfermedad grave. En el hospital es siempre un acontecimiento dramático e indeseable, por más que se admita, precisamente al hospital como casa donde es más probable la muerte que en una tienda de ropa o de víveres. En el hospital los profesionales sanitarios asisten a la muerte de otros. Es imposible asistir a la propia muerte como experiencia. Corresponde a los profesionales sanitarios la primera línea ante la muerte del otro, lo que permite transferencias de cómo es o sería la propia muerte.
Es muy importante el conjunto de significados, el mundo simbólico en torno a la muerte y el contexto donde se produce el deceso, ya que, de alguna manera, asistir al hecho de la muerte del paciente, posibilita al profesional sanitario asomarse, imaginarse la muerte propia, o, incluso, describir la muerte ideal, en contraposición a la forma en la que mueren muchos de los pacientes ingresados en un hospital, a los que, por ejemplo, han sido sometidos a encarnizamiento terapéutico en la reanimación ad limitum del paciente moribundo, en episodios de sobrestimación de las posibilidades de la medicina de evitar la muerte. O puede existir conducta omisiva en el proceso de atención a la muerte y generar condiciones de indignidad humana. En ambos casos es un asunto de creciente preocupación en el hospital occidental contemporáneo.
Aparejado a la notable capacidad de respuesta tecnológica ante la afección y el elevado nivel de conocimiento alcanzado en terapéutica, se hace frecuente la búsqueda -a como dé lugar- de luchar para mantener al paciente con vida. La respiración asistida, la alimentación por sonda, cirugías de emergencia, resucitación cardiopulmonar, transfusiones de sangre, diálisis o reiniciar la quimioterapia y la radioterapia en aquellos pacientes con enfermedades irreversibles, forman parte de algunos protocolos para hacer todo lo humanamente posible para evitar la muerte del paciente.
Sin embargo, la actuación médica puede tan solo provocar un mayor sufrimiento del enfermo, que ya no puede decidir cómo quiere terminar sus días. En dicho caso, el facultativo se encuentra en la disyuntiva de intentar salvar la vida de su paciente y respetar su derecho a una muerte digna. La frontera nunca está clara, y menos cuando entran en juego tantas percepciones. Uno de los factores más difíciles de afrontar y del cual no se dice mucho es la natural esperanza de los familiares que consideran, en contra del pronóstico médico, que su pariente puede salir adelante. En ocasiones se logra, en la mayoría de las veces, no.
No es baladí la influencia de familiares en los últimos momentos de vida del paciente y que generan condiciones para el encarnizamiento terapéutico. Desconsiderar o incluso evadir la realidad de las posibilidades de supervivencia y de los efectos del tratamiento puede perjudicar sensiblemente la situación del paciente. Pero no es el único contexto en el que los familiares de un paciente pueden perjudicar la salud de su ser querido. Innumerables pacientes reciben durante las últimas etapas de su vida un tratamiento que no les beneficia debido a la presión que los familiares de los pacientes ejercen en los médicos para alargar su vida, aun a costa de la calidad de esta.
Por otra parte, la del médico es, sin duda, por estas situaciones ante la muerte, una de las profesiones sanitarias más complicadas de responsabilidad, no únicamente porque la salud de decenas de pacientes se encuentren bajo su responsabilidad clínica o porque deban estar al tanto de los últimos descubrimientos científicos para –precisamente- luchar contra la muerte sino, sobre todo, porque hay que tratar a diario con seres humanos en circunstancias vitales muy delicadas y en las que la muerte puede acaecer.
No existe manual hospitalario que enseñe que hacer exactamente ante la muerte. La realidad termina imponiendo el pragmatismo, que en muchos casos se traduce en hacer lo más fácil, aunque no sea necesariamente lo mejor. A la vez, vincularse con alguien que puede o va a morir, tampoco es tarea fácil. El peso de la realidad y la evolución de estos pacientes, a los que estamos tratando y con los que nos sentimos vinculados, nos sitúan en un punto importante de emocionalidad, necesario de elaborar, casi siempre, en el mismo omento del deceso y nunca como protocolo rígido de atención a cumplir sin matices o cambios.
Por otra parte, estas situaciones pueden hacer oscilar al profesional sanitario entre la omnipotencia, fruto del “sentirse diferente”, alejado de la circunstancia del paciente y ejerciendo el rol de poder que puede representar la propia ayuda al paciente, y la impotencia, al conectar con nuestra propia debilidad por circunstancias vividas o anticipadas, similares a las que el paciente moribundo nos muestra.