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La enfermedad ocurre

Foto: Yuri Valecillo
Seguramente Hipócrates, antes de establecer las diferencias del origen de la enfermedad de aquella única causa etiológica divina, establecería -analizando la información del mundo helénico de entonces- que todo abordaje “patológico” en principio es un asombro, una fascinación, e incluso hasta un suspenso parecido al terror. Por vía sensorum, y recuperado de ese momento de asombro, el inquieto sabio de Cos, muy probablemente albergó una certeza: esa complejidad que reside en toda enfermedad debía ser entendida, tratada, controlada, procurando la calidad de vida del enfermo. 

En aquel entonces que el enfermo estuviera lo más cómodo posible, incluso aislado de ser posible, sin sobresaltos, higiénico con sus baños diarios y con buena comida y aires suficientes para respirar. Fue así, en el siglo IV aC, que Hipócrates establecía pautas terapéuticas, alejándose de la práctica mitológica y acercándola a la experimentalidad del medicamento natural. Su principio entonces era sencillo y arduo a la vez: “ayudar a la naturaleza a la auto curación del cuerpo” (Vis Naturalix Medicatrix). 

Unos cuantos días han pasado desde entonces y sigue siendo muy difícil evadir la enfermedad de la vida terrenal. Esta puede ocurrir en algún momento. La enfermedad es la alteración biológica (el hecho) que puede ocasionar condiciones negativas que entorpecen adelantar el proyecto de vida de las personas. Enfermar es un proceso que marca secuencias y desata una crisis íntima y personal de notable magnitud, potencialmente incompatible con la continuidad de la vida misma del individuo. 

Sabemos hoy que la enfermedad no es solo un hecho natural como creía Hipócrates, sino que también es de valores. Se requiere la valoración negativa de la sociedad para que la afección adquiera la categoría de enfermedad. La enfermedad es entonces el hecho que “aparece” en lo biológico y que para “desaparecer” requiere del valor que agrega el arte y la técnica de valorarlas y tratarlas, que significan las posibilidades que crea el ser humano (la cultura, la historia, la medicina) para modificar el medio y sobrevivir. La especie humana es tan peculiar que siendo tan frágil en su “primera adaptación evolutiva” es el único ser, mediante su inteligencia, capaz de transformar el medio para hacerlo útil a sus demandas de vida mediante el desarrollo de lo que denominamos cultura, la cultura humana, es decir, la transformación del medio natural para hacerlo acorde a sus necesidades y en ese propósito afrontar la enfermedad.

Si convenimos en reafirmar que la enfermedad es la complementariedad del correlato biológico (la alteración en algún lugar del órgano, aparato o sistema) y su valoración cultural (la posibilidad humana de detectarla y otorgarle valor predictivo, diagnóstico y terapéutico), nos adscribimos también a la clasificación que nos enuncia dos grandes grupos de enfermedades, agudas y crónicas. Las primeras de surgimiento súbito y culminación brusca que suelen terminar por resolución médica o quirúrgica; las segundas se manifiestan progresivamente y se instalan de modo lento finalizando en disolución o terminalidad, término este último que refiere a la ineficacia de los procedimientos de la medicina en impedir el fallecimiento. 

Dentro de la gruesa clasificación de enfermedades agudas y crónicas se encuentran la noxa de índole infeccioso, las de curso degenerativo y las que surgen de la curiosa autoflagelación del cuerpo, las llamadas afecciones autoinmunes, así como las del insondable trayecto psíquico y la a menudo reveladora asimetría social cuando traduce pobreza.

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